Como muchos de ustedes saben un buitre es lo que viene a ser un pájaro grande. Muy grande. Y, además, carroñero. En Monfragüe hay muchos y Monfragüe está en ese pedazo de tierra ignota que es Extremadura.
Por otro lado, el autor de este blog tiene entre sus grupos de cabecera al cuarteto castúo liderado por Roberto Iniesta, Extremoduro.
De entre los cientos de citas gloriosas que, fruto de la ingesta masiva de drogas, salieron de la pluma del extremeño hay una que por ser verdad universal bien se merece ser el título de una entrada.
Y es que, se ponga como se ponga quien se ponga, un buitre no come alpiste.
Hablemos de calidad. Y, si me lo permiten, hasta de arte.
Verán, la frasecita de marras se las trae porque como toda gran frase tiene varias capas que encierran unos cuantos significados y que, para más sorna, cada uno podemos hacer nuestros y aplicarnos el cuento a nuestras insulsas -o no- existencias.
Hay quien puede interpretar que un animal poderoso, majestuoso, imperial como es un buitre -negro- no va a alimentarse con semillitas cual delicado jilguero. Hay quien puede interpretar que por más que algún incauto se empeñe en cambiar la naturaleza del buitre jamás conseguirá que se alimente con alpiste. Por supuesto hay gente como el señor calvo con bigote del fondo de la sala, que es un triste y un gris, que no le verá ningún significado.
Para su fiel y seguro servidor, sin duda, quiere decir que los que llevamos algo en la masa de la sangre -como diría el añorado Tip-, bien sea un convencimiento, una neura, una manera de vivir o una manera de mirar el mundo no va a haber quien nos lo cambie. Y así debe ser.
A estas alturas de la película no sé si seré buitre o pájaro bobo. Pero sé que no como alpiste. En cambio sí sé que admiro, aprecio y busco la calidad, la calidad en todos y cada uno de los segundos de mi vida. Bien sea admirando las suaves ondulaciones de un jarrón de Alvar Aalto, escuchando el cautivador sonido del obturador de una Nikon FM3 cargada con un carrete de Velvia, contemplando la luz dorada del atardecer sobre los campos de trigo tras una tormenta, escuchando una canción de Extremoduro, paseando en una Vespa por Roma, pedaleando sobre una bici de titanio, acariciando descuidadamente el hocico de mi perro -que es muy majo-… o pasando a primera hora de la mañana (o a última de la madrugada, que seguramente sea mejor) junto a una tahona con horno de leña en el que están cociendo pan. Y es que lo bueno es lo que tiene, que unas veces vale mucho y otras es gratis.
Pero como a estas alturas ustedes ya sabrán lo mio es hilar cosas aparentemente inconexas y darles un punto de coherencia para tratar de explicar o al menos justificar mi incipiente estado paranoico. Por eso, antes de nada, quería comentarles que con el vino me sucede lo mismo que con el arte. Perdón, con el Arte.
He de confesarles que no se paladear un buen caldo como se merece. No encuentro retrogustos amargosos, ni recuerdos de gominola. No entiendo de persistencias ni de taninos. Pero, bueno. Cuando pruebo un vino de calidad suelo decir que me gusta. Lo cierto es que no puedo o no se decir nada más. Y eso es exactamente lo que me sucede con el Arte. Durante un tiempo estuve muy interesado en el arte contemporáneo. Me fascinaban -me fascinan- las vanguardias de principios del XX, leí libros y me interesé por varios autores. Supongo que eso me dio cierta base aunque en modo alguno pueda decirse que en algún momento supe de arte contemporáneo. Como todo en la vida los primeros contactos con una disciplina son siempre cautivadores y la curva de aprendizaje es exponencial, frenética. Luego todo empieza a ser más lento, más dificil, comienza la especialización en esa disciplina y me temo que normalmente suele ser algo que me viene grande, así que dejo que ese poso madure en algún lugar de mi caótico cerebro y ahí queda. Esperando su momento.
En este caso lo que quedó es que, por alguna razón, he conseguido que ciertas piezas de arte me emocionen al verlas. No por hacer un sesudo análisis, conocer la obra anterior y posterior del autor, su trayectoria y cómo se cotiza. No. Simplemente es dejar la mente abierta y cuando un escalofrío me recorre el espinazo o se le pone a uno la piel de pollo al contemplar algo pensar que ese algo encierra una calidad fuera de lo normal.
Comprenderán que no es un método infalible ni objetivo ni tiene demasiado sentido. Es mi método. Supongo que el arte debe emocionar. De una manera u otra, pero emocionar. Así, si una pieza me deja frio, si no me dice nada, si no me transmite ni la más mínima sensación podrá ser una pieza extraordinaria, muy valorada por críticos y señores muy listos pero si no encuentro su alma, para mi no vale nada.
Todo esto que les cuento viene de mezclar un concierto de rock transgresivo y de haber tenido la suerte de conocer recientemente a un artista de los que si me emocionan. No sólo por su obra, sino por cómo la cuenta, cómo la vive y los fundamentos en los que se basa.
Este artista es el salmantino de nacimiento y hombre del mundo de adopción Iván Montero.
Iván es un pintor joven, insultantemente joven diría yo -tan sólo unos cuantos años mayor que servidor de ustedes, figúrense- pero que tiene ya mucho mundo a sus espaldas. Ha vivido, pintado, creado y expuesto en México, en París, en Emiratos Árabes… y ahora se ha detenido -¿momentaneamente?- en Segovia. Ha colgado sus obras en lugares que cuando los va contando, como quien no quiere la cosa, uno se va quedando a cuadros, si se me permite el chiste fácil.
Montero, quien se considera un pintor paisajista, despliega de manera incontestable lo que lleva dentro en cada cuadro. Realiza un expresionismo abstracto cautivador que atrapa sin concesiones y que se basa en elementos y fenómenos de la naturaleza. Plantas, aire, una mesa que se oxida… Iván captura y reinterpreta el espectáculo cromático y matérico que le rodea y lo plasma sobre el lienzo.
Sin duda alguien que confiesa tener una visión positiva sobre el apocalipsis es alguien interesante. Al visitar su casa-estudio-exposición es inevitable no acabar fascinado por lo que allí se despliega. Tras compartir un café en su patio hablando de arte, de fotografía e, incluso, de palimpsestos con él cualquier persona con un mínimo de sensibilidad sólo puede dejarse atrapar por su obra, maravillarse al descubrir el complejo sistema de elaboración que lleva cada cuadro, asombrarse al conocer el tipo de pigmentos que utiliza y cómo los trata… en definitiva, rendir pleitesía y postrarse de hinojos ante un artista de verdad -de los que hay muy poquitos-, la antítesis del muy extendido cantamañanas vendehumos -péguele usted una patada a una piedra y le saldrán dos o tres-
A Iván se le iluminan los ojos cada vez que habla de su arte. De sus motivaciones, de sus cómos y de sus porqués.
Uno de sus cuadros lleva unos meses siendo el protagonista absoluto del estudio de este humilde juntaletras. Sólo tengo que apartar ligeramente la mirada de la pantalla desde la que les escribo, hacia la derecha, para quedarme embobado mirando ese despliegue de materialidad, esa sinfonía cromática que llena toda la estancia.
Una pieza, sin duda, exquisita.
Si me preguntan el porqué de tanto elogio desatado a un cuadro, seguramente les conteste simplificándolo todo, que es lo que suelo hacer ya que es lo que me permite intentar comprender -aunque sea sólo en parte- la vida.
-¿por qué?, me preguntan… pues porque me pone
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Pueden ver una entrevista apocalíptica de Iván pinchando aquí.
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Últimamente los extremeños más internacionales comienzan sus conciertos con Sol de Invierno. Uno de los conceptos más hermosos que puedo imaginar. Piensen en ello.
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Cuando en un concierto de Extremoduro alguna caja de hormonas con patas postadolescente le grita «guapo» a Robe pienso en lo que ha cambiado todo desde que en los ’90 nos tenían por kinkis y malhechores a los que escuchábamos esta música. Y lo loca que está la gente ahora.
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Me pongo sentimental y les dedico unas palabras de Roberto Iniesta en el concierto del pasado sábado: «Gracias a los que volvéis a un lugar en el que se os quiere aunque no vengáis. Y a aquellos que es la primera vez que estáis aquí, gracias por venir a un lugar en el que se os quiere aunque no volváis«.
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Y ahora lo de siempre: una entrada amenizada con unas fotos de su fiel y seguro servidor © Pedro Iván Ramos Martín. Si no van a sacar provecho económico de ello, úsenlas como les plazca, siempre citando su procedencia.
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Ale, comenten, critiquen, compartan, difundan esta entrada, que me hace ilusión.
tus poststs si que me ponen
-Tengo un blog
-slurp!
Me encuentro en tu forma de ver el Arte. Siempre fui de ese criterio, la primera vez que expresé que el Arte había que «sentirla» y no necesariamente «entenderla», fue cuando desde mi ignorancia infantil y delante de «La paloma de la Paz» de Picasso dije que era un cuadro muy estúpido!!!
Un saludo.
Gracias por leer el blog y, además, comentar… Bendita infancia!!.