El 27 de Diciembre de 1981 quien les escribe contaba con la enternecedora edad de 5 añitos recién cumplidos y vivía en A Coruña. Mientras tanto, en Vigo, un alocado e irreverente grupo daba su primer concierto.
Hoy ya cuento con cuatro décadas más sobre mis espaldas y durante estos últimos 40 años mi línea espaciotemporal se ha ido cruzando con la de ese grupo vigués que destrozó un Renault 12 familiar contra una roca una etílica noche de agosto.
Supongo que el haber tenido durante largos años de infancia, pubertad y adolescencia un Renault 12 ranchera verde como vehículo familiar forma parte de esa conjura cósmica que acaba por darle sentido a casi todo, ya saben ¡Viva la mecánica cuántica!.
El coche primero fue de mis abuelos y luego de mis padres. Con él viajamos, aprendí a conducir y le acabé cogiendo un cariño especial. Afortunadamente nunca tuve un Siniestro Total.
Recuerdo con bastante nitidez una coruñesa tarde medidos los 80, podría ser 1986 perfectamente, ¿quién sabe?. Estaba cacharreando con la televisión, una Toshiba que había venido desde Las Palmas, y en A Galega – por aquel entonces sólo había tres canales, y gracias- apareció un grupo musicovocal de insultante juventud, desparpajo punk y un sonido turbador que se preguntaba quienes éramos, de dónde veníamos y a dónde íbamos. Me quedé mirando fijamente la pantalla. Los escuché en silencio. Acabó la canción. Medité un instante.
El tiempo pareció detenerse. Me dirigí a la cocina, alcancé el teléfono y marqué mi mismo número pero permutando las dos últimas cifras -una nueva imposibilidad cuántica-. Descolgaron. Pregunté por Javier. Se puso. Él también lo había visto. Nuestras vidas no volvieron a ser iguales.
Al día siguiente comentamos el hallazgo en el patio del colegio. Eran los Ochenta y nosotros unos críos de barrio, ¿cómo demonios íbamos a conseguir más material de aquel grupo? Javi, que tenía un hermano un año mayor, parecía desenvolverse con soltura en los bajos fondos. De alguna manera consiguió una casette en la que también había canciones de Pabellón Psiquiátrico y de los Toreros Muertos. La radio que estaba sobre la encimera de granito de la cocina reprodujo aquel Santo Grial musical miles de veces mientras se iba forjando lentamente el ser que vengo siendo.
Transcurrieron los años y fuimos pasando los últimos cursos de la EGB. Siniestro Total formaba parte de nosotros: oíamos sus canciones, tarareábamos sus letras y hacíamos chascarrillos con sus citas más disparatadas. También los habíamos visto en La Bola de Cristal, claro. Un día, posiblemente antes de clase de gallego, mi compinche dibujó un jeroglífico: gran D sexitos. Reímos. Estábamos en nuestro mejor momento, el mundo entero a nuestros pies. Eramos inmortales, eternos. Éramos siniestros y, aunque no lo sabíamos, también un tanto punks e iconoclastas. Eramos los que éramos y nada nos podría detener. Zumo de naranja en las tetas de la negra.
Pero llegó el fatídico 1990. Siniestro publicó el bombazo que era En Beneficio de Todos, sí, pero yo me adentré en la ignota Meseta para no volver jamás a miña Terra Galega. Todo ese castillo de naipes vital que es un alma de 13 años parecía tambalearse. Se tambaleaba. Me invadía la morriña. En la muy plateresca Salamanca nadie conocía a ese grupo universal. La gente era desconocida, extrañamente huraña y mesetaria. Adusta. En el instituto me miraban como a una cosa ajena, gorda y envuelta en un chándal de táctel. Un Alien que había aterrizado allí por error proveniente del remoto planeta Galizia y que no sabía dónde estaba Pelabravo. En casa mi hermana escuchaba a los Hombres G y leía la Super Pop.
En esa época todo era confuso. Si se han dado cuenta ustedes, sagaces lectores de este blog, apenas hay relatos de mis peripecias vitales en esos años. Huérfano de referencias culturales que pudiera sentir como propias, aproveché para destrozarme una rodilla, empezar a pedalear, crecer un poco -no demasiado- y por el camino pasar de que mis abuelas me dijeran «estás mu gordo» a que exclamasen «estás demasiado flaco». Supongo que me costaba encontrar términos medios. Nunca terminé de encajar ni en el tiempo ni en el espacio y mis amigos charros eran casi tan asociales como yo. Eso estaba bien.
Pero no todo estaba bien. A mis amigos no les gustaba Siniestro y si permutaba las dos últimas cifras de mi teléfono no aparecía nadie conocido. Quizás fuese el teléfono de la Editorial Magisterio, vaya usted a saber, nunca lo probé.
A mis amigos les gustaban los grupos comerciales, las motos y las patatas del Aguacate. Y Anabella, que era todo belleza y dulzura. Salvo a uno, Rober, a quien sí le gustaba Siniestro y tenía raíces viguesas. Vivía en Nuevo Naharros, perteneciente al municipio de Pelabravo.
Creo que fue él quien me pasó la cinta del Ante Todo, mucha Calma. Hasta ese momento pensé que la música había acabado para mí pero ese nuevo concierto me hizo resucitar, fue catártico y algo parecía volver a tener sentido. De nuevo sonaba algo distinto una y otra vez en la radio, una de doble pletina que me habían regalado por Reyes unos años antes. De alguna manera se volvía a ordenar la entropía cósmica en la que nos hallábamos, al menos un poco. ¡Esas palmas, coño!
No mucho después, hacia 1993, en una cicloacampada con los Amigos de la Bici, en Béjar, tuve una de las peores noches de mi vida. Pasé esa noche en vela entre horribles dolores y retortijones, en un estado febril y delirante. Lo único que acerté a hacer con cierta lógica fue sintonizar una radio random en el walkman para intentar pasar por aquel valle del dolor y que amaneciese de una vez. La apendicitis dejó de martirizarme por un momento cuando a través de los cascos oí Cuenca Minera. Podría ser fruto de la fiebre, pero ¿cómo iba a ser fruto de la fiebre? la fiebre no podía ser tan lista. Al acabar el tema, el locutor confirmó que era el nuevo álbum de ese grupo tan carismático que era Siniestro Total: el mítico Made in Japan.
Al día siguiente llamé a mis padres porque aquello ya era demasiado incapacitante y vinieron a rescatarme en el R12. En urgencias se confirmó que el agudísimo dolor en la fosa ilíaca derecha era apendicitis: pasé por primera vez en mi vida por un quirófano y yo solo quería ser batería de Siniestro Total.
En 1994 empecé la carrera en Valladolid y Miguel Costas abandonó el grupo. El Made in Japan, junto con el resto de discos, sonó y sonó y sonó mientras dibujaba en interminables noches que no acababan nunca. Un día les contaré el siniestro total que fue mi primer año en arquitectura. La radio de doble pletina hacía sonar sin descanso aquellas casettes. Autoreverse. Dormía poco mientras pensaba que camino de la cama es el mejor camino. Sin haber tenido jamás un tocadiscos compré el vinilo azul con un sacacorchos de Eibar en la portada. Sigo sin tener tocadiscos.
Un año después, el mundial de Duitama de 1995 me había dejado un mal sabor de boca que sólo mitigaba mi estoicismo y el que mi amigo TT se hubiese comprado el CD de Policlínico y me lo hubiese grabado. TT, que se llama Jorge, vivía en el Belardes con be en la calle Velardes con uve -¿o es al revés? la duda ofende, no sé, depende-. Le conocí los primeros días después de aterrizar en la Escuela de Arquitectura y congeniamos muy bien. Él me introdujo en un tipo de música que desconocía. Como les he dicho, nunca encajé en Salamanca, pero en Valladolor aparecieron cosas como Platero y Tú, Extremoduro, Los Suaves, La Polla, Def con Dos… era una nueva dimensión para mí. Por fin había gente a la que le gustaba la música decente. En 1996 conseguí tener una minicadena con reproductor de CD y mi primer CD fue ese Policlínico que había comprado TT y que me revendió. Él era más de Los Ilegales.
La primera vez que escuché un disco compacto no daba crédito a lo que estaba oyendo. La calidad del sonido frente a mis ajadas cintas Yoko era abismal. Cada vez que compraba un CD primero oía la cinta añeja y luego procedía con el compacto para lograr una sensación orgásmica. Creo que en ese momento supe lo que sintió Dios cuando acabó con la Creación, me sentí pasear sobre el agua, me sentí en un altar.
Ese año, en verano, al acabar el curso, me operaron de la rodilla, la izquierda, la que me había destrozado en 1990. Descubrí lo que era el dolor más brutal, desmesurado y salvaje y me pusieron una férula desde el tobillo a la ingle. Me operaron durante ese Tour maldito que nunca llegó. El esputo de Indurain. En las fiestas de Santa Marta se anunció que en la plaza de toros portátil actuaría un mítico grupo vigués pero yo sólo quería que cesase aquel dolor.
Completamente lisiado, aturdido por los calmantes y aún así dolorido, mis padres hicieron que pudiera asistir a mi primer concierto de Siniestro. Sonaba el tema principal de Miami Vice y yo estaba con la pierna en alto, en la parte superior del graderío sin poder apenas moverme. Así los vi por primera vez mientras el Renault 12 familiar nos esperaba, siempre fiel, al terminar.
Poco a poco y a base de más dolor, conseguí recuperar la pierna mientras la vida discurría a caballo entre Valladolid y los periodos vacacionales en Salamanca. Por aquel entonces ya era muy fácil todo: la revista de Tipo llegaba puntual y con ella todas las novedades. Empecé a comprar discos. Llegaron Soziedad Alkohólica, Reincidentes, Boikot, también Los Motores y Los Feliz… pero nunca se fue Siniestro, claro.
En 1998 conocí al ser más excepcional de la creación, una chica muy mona, quien, contra todo pronóstico, adoraba esa extraña música macarra que me fascinaba. Tenía una entrada de un concierto dedicada por Julián «a Carolina, con amor, de un amor». Nunca he sabido muy bien por qué, pero nos gustamos mutuamente en lugar de unilateralmente como sería lo normal. Tenía que ser la mujer de mi vida. El 13 de Marzo de ese año le propuse matrimonio junto a una máquina de cocacolas y, aunque tardamos 16 años en concretarlo, acabamos formalizando esta relación en una bonita fiesta llena de excesos.
Con ella yo soy feliz y con ella fui a un concierto en Salamanca donde se pidió «otra» de la manera más sincronizada y perfecta que jamás he escuchado. Los músicos se quedaron por un momento perplejos, luego nos regalaron los bises.
Al acabar propuse ir al Gema, mítico antro denso y grasiento donde no desearía volver por razones puramente higiénicas y de control del colesterol. Quizás ya no exista. Por alguna razón antes de llegar entramos en un bar al azar que ahora mismo soy incapaz de recordar y posiblemente haya desaparecido. Al abrir la puerta nos quedamos un tanto estupefactos: allí estaban ellos sentados en una mesa en una esquina. Comenzó a sonar «hermano bebe» y Julián le gritó al responsable de la música que si iban a empezar con esas caralladas ellos se iban. La música cambió. Nos acercamos y les felicitamos por el concierto, nos lo agradecieron y les dijimos si nos firmaban las camisetas. Asintieron. Julián primero me firmó a mí en el pecho, después le tocó el turno a ella. «Oh, vaya, he notado BULTOS», dijo. Reímos, alzamos nuestras cervezas y nos fuimos.
Hubo más conciertos en Valladolid y en Salamanca. Hubo un concierto al que no pude ir por estar en Helsinki, un 23 de Junio, noite meiga, y fue como morir un poco porque, oiga, el sol de media noche y los ancestrales ritos del solsticio de verano en tierras vikingas están muy bien, pero ver a ST en la playa – aunque fuera de las Moreras y fluvial- la Noche de San Juan, era otra historia. Aún duele.
Hace ahora 10 años, en la primavera de 2012, volvieron a Valladolid en la gira «Tierra Ignota» para celebrar el XXX aniversario repasando sus temas más exquisitos y desconocidos. Fue en el Porta Caeli y los músicos estaban, literalmente, al alcance de nuestra mano. Julián pidió una cerveza, era una Estrella. La miró y nos dijo, «a nosa». Tocaron para el selecto público que allí nos reunimos y así fue como les vi por penúltima vez.
Cuatro años después, en Marzo de 2016, tuvo a bien venir a este mundo el Heredero. Como es sabido, soy persona de buscar acciones míticas y que trasciendan a la historia allá donde puedo y se presentaba una ocasión pintiparada. Cuando mi señora se puso a traer al mundo a esa maravilla de personita que evoluciona de manera sorprendente, yo tenía mi outfit preparado para pasar, al menos, una larga noche: una camiseta con un dibujo de mi abuela Pascuala y mi sudadera de Siniestro Total. El mundo daba vueltas pero yo estaba preparado.
Han seguido pasando los años, hemos bebido mil cervezas, he leído y releído el Apocalipsis con Grelos y el Tremendo Delirio y el ¿Hay vida inteligente en el R&R?. Tengo que pedir el Folla con él, por cierto. Pero, como saben, después de tanto tiempo, al final del túnel, se veía una luz. Un acontecimiento planetario al que no podíamos faltar: EL ÚLTIMO CONCIERTO DE SINIESTRO TOTAL. 6 de Mayo de 2022, entradas agotadas.
Precisamente ese fin de semana ser preveía lleno de dolor y sufrimiento por disputarse el domingo la marcha ciclodeportiva Nor3xtrem. Versión ultra, claro, y para la que mi preparación era muy deficiente. Pero había que ir. Teníamos una furgoneta que nos llevaría, conocíamos el cómo, el dónde y el cuándo. Éramos de provincias, pero no nos iba a intimidar la capital del reino y su libertad.
En las inmediaciones del Wizink Center había mucho cincuentañero y mucho cuarentañero con camisetas siniestras. Muchas canas, en el mejor de los casos -«ante todo mucha calva», bromeaba alguien-. La vida nos había pasado por encima a casi todos, desde luego los feos éramos muchos más.
Trasegamos unas cervezas y conseguí meter en el recinto a la pequeña olympus Pen F. -«no es profesional, ¿verdad?» -me preguntó el de seguridad. «No», le mentí. Estábamos dentro y pudimos acercarnos mucho al escenario, tal vez lo suficiente. Poco a poco aquel inmenso espacio se fue llenando de gente. Comimos un bocadillo de tortilla que había ejecutado previamente con mi maestría habitual. Vendían cerveza caliente y sin fuerza a 10 euros el cachi. Se apagaron las luces. Tensión. Comenzó a sonar «Mars», de la Suite de los Planetas de Gustav Holst. La proyección del mítico R12 matrícula PO1919C y los acordes de Miami Vice nos pusieron, de nuevo, los pelos de punta y un grupo de señores vestidos de negro se colocaron en el escenario. A ellos también les había pasado la vida por encima.
Julián alzó su sombrero ante un público que respondió entusiasmado. La mítica voz de Miguel Costas saludó a Santander y empezó a sonar Tan Hermoso de manera horrible y atronadora. La acústica mejoró, el público ya estaba cantando saltando y gozando, en el fondo daba igual. Aquello tenía que ser una fiesta e iba a ser una fiesta. Poco importaba si Costas sonaba algo oxidado en temas que no eran suyos o que la acústica fuese nefasta al principio. Poco a poco todo empezó a fluir. Era la última vez que íbamos a estar frente a frente y lo íbamos a disfrutar. Uno tras otro se sucedieron los himnos, Costas se crecía, Julián nunca bajó el nivel, sucesiones que parecían sacadas directamente del ante todo mucha calma aderezadas con temas sólo aptos para los paladares más exquisitos y conocedores del repertorio más escondido.
Yo hacía fotos, cantaba con especial satisfacción esos temas desconocidos y en un momento dado decidí que ya era momento de guardar la cámara mientras a pocos metros un ser aparentemente humano completamente fuera de sí prodigaba empujones y aspavientos simiescos mientras nos enseñaba la cara furibunda de la España que se droga. Justo cuando guardé celosamente la Olympus Julián destrozó una guitarra en un postrero homenaje al London Calling pero esta vez sin gaita. La foto que nunca fue. La foto que hice sólo en mi cabeza. Maldije mi desatino final.
El concierto siguió en la misma tónica. Pasaron todos los exmiembros del grupo y hubo un sentido recuerdo para los que ya no están y no pudieron hacerlo. Rarezas se mezclaban con los clásicos más conocidos. 2 horas y cuarto sin parar, desde luego, seguían en forma.
Cuando llegó el «que les corten los huevos» y el otrora símbolo feminista por excelencia sabíamos que aquello había terminado. Salieron todos al escenario y se despidieron de las miles de personas que allí nos habíamos dado cita. Tristeza post coitum.
Salimos de allí con la extraña sensación de haber puesto un punto y final a algo. No sé exactamente a qué, pero a algo. Compramos una camiseta, porque siempre hay que comprar camiseta si viene con fecha, y unas chapas. Buscamos una cervecería donde nos sirvieron unas Schneider weisse como han de servirse unas pintas de Schneider. Apuramos hasta el último momento y cogimos el metro que nos llevaría a la furgoneta. Siguió la cerveza y nos preparamos para poner al día siguiente rumbo a tierras extremeñas donde, efectivamente, hubo sufrimiento extremo. Por favor, respeten nuestro dolor.
Espero que dentro de 40 años, cuando mi hijo tenga la edad que tengo yo ahora, él conozca a Siniestro y pueda mirar hacia atrás, quizás a través de centenares de miles de fotografías que se acumularán de alguna manera en algún tipo de soporte, para pensar «coño, todo esto es tan hermoso…». De momento le gusta tararear «afunfún, a fanfán, qué espectacular…» mientras juega con los legos. Es un gran chaval, especial. Su bisabuela lo sabía.
Dentro de esos 40 años es posible que empiece a dejar de sentirme tan jóven como ahora y tras una vida que espero que sea plena, sé que permanecerá entre mi ojo derecho y mi dedo índice esa foto que no hice. El click que no fue.
Que les corten los huevos.
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Javier Quintana fue la persona que consiguió aquella casette iniciática. Hoy es fotoperiodista y escribe y tiene un grupo de música y todo lo hace bien porque siempre lo hizo todo mejor que el resto. Un día les explicaré por qué Dios no juega a los dados con el Universo.
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Del concierto de Tierra Ignota conservo el set list y unas etiquetas de las Estrellas que nos bebimos. Llámenme fetichista.
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Uno de los objetivos que me mueven a hacer una ampliación de mi casa es poder tener sitio para, al fin, comprar un tocadiscos y poder poner el Made in Japan.
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Observe el lector que ha llegado hasta aquí que han sido necesarios 40 años de vivencias para escribir esta entrada. Tengan consideración y compartan esto en sus redes favoritas. O no lo hagan, pero que sepan ue no tendrán el As para matar al tres.
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Como siempre texto y fotografías de su fiel y seguro servidor ©pedro iván ramos martín.
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Bonus track:
He acabado aquí mientras buscaba por las redes algo para rememorar el funeral de la que fue la banda de mi vida… y la de muchos. ¡Vaya fotos! No se cómo lo ha hecho para mantener el pulso firme entre tanta euforia; tanto la ajena como, supongo, la propia. Una maravilla. Igual no es el mismo, pero yo conocí a un Javier Quintana en los tiempos en que fui periodista «wannabe» en El Ideal Gallego, a principios de siglo… da la casualidad de que era amigo también de Avendaño. Luego marché a Barcelona porque Coruña se me quedó pequeña por razones que no vienen al caso. Respecto al «viaje» en que ST nos han acompañado, la vida en sí, qué decir. Todos lo(s) hemos vivido a nuestra manera, una manera única, y ahora al recordarles flotamos en una especie de sinsentido vacío, que no a todos afecta por igual, claro está. Antes de que ST anunciaran su funeral decidí sincerarme sobre la extraña sensación de no querer verles envejecer. Ahora es una realidad 🙁 En fin, si se aburre y le apetece una lectura sobre ST como otra cualquiera, aquí la tiene:
https://mundosecreter.com/2021/11/03/siniestro-total-i-la-agonia-del-fan/
https://mundosecreter.com/2021/12/01/siniestro-total-ii-la-soledad-del-musico/
https://mundosecreter.com/2022/01/03/siniestro-total-y-iii-la-verguenza-de-una-madre/
Hola, Juan.
Gracias por comentar, me alegro que te gustasen las fotos. Para mí, hacerlas es una parte más del disfrute conciertero, aunque no es fácil, no (primero porque en cuanto ven una cámara a veces no te dejan ni pasar).
Ese Javier Quintana es el mismo, sí. Después de alejarnos cuando me fui a Salamanca y acabar el instituto, estudió Ciencias del Mar en Vigo y acabó siendo fotoperiodista en el Ideal… y el propio Avedaño me lo ha confirmado por tuiter.
Después de leer tu mensaje me han entrado muchas ganas de hacer click en esos links… en cuanto saque un minuto libre.
Gracias!
Me respondo tras leer (devorar) lo que has escrito. Sublime.
Yo también iba al mercado de Elviña… mi infancia y con ella lo que soy ahora, se fraguó en la calle Salvador de Madariaga.
Gracias por los enlaces, son oro puro.
Me alegro que te hayan gustado, gracias! Ya es casualidad: yo viví de chorbito en Salvador de Madariaga, en esos bloques donde difusamente acababa la ciudad, jajaja! Salud!!!!
¿En La Robleda? si es así éramos casi vecinos. Yo vivía en lo que en su momento se llamó «edificio de la Caja Postal», que cuando quitaron ese banco pasó a ser la torre esa naranja de 14 pisos. En el 14C, vivía yo. Para mí siempre fue «El Edificio», así, como nombre de guarida inexpugnable de villano de cómic.
Tremendos solares ochenteros teníamos a los pies de casa con todos los accesorios de la época.
Un gusto coincidir décadas después por estos lares.
Ahí mismo! Justo enfrente del de la Caja Postal! Es curioso, nosotros también llamábamos «el edificio» al nuestro. Y lo que digo siempre: Coruña es (y era) muy pequeña, al final hasta la más ignota de sus calles puede haber sido lugar común de un pasado. Un saludo, «neno»!
Qué buena historia y qué bien contada. Tenemos tantos recuerdos asociados a Siniestro Total durante toda nuestra vida que da para varios post. Gracias por compartir, ah, y las fotos son extraordinarias.
Muchas gracias por comentar.
Me alegro de que haya gustado. La verdad es que ha sido una vida al son de Siniestro… y lo seguirá siendo.