La primera carrera de motos de la que tengo recuerdos claros y que me quedé a ver a altas horas de la madrugada fue la de 250 de Philip Island en 1990 con Tiriti Cardús perdiendo el mundial en la última cita. Hace pocos días, y siendo servidor de ustedes fan declarado de Valentino Rossi, AKA The Doctor, desde hace casi 20 años, en la última carrera el 46 también perdió el mundial. Pero hoy no vamos a hablar de ese Doctor sino de otro mucho más influyente en mi vida.
Verán hace ya un chorro de años en uno de los extraños episodios que jalonan mi paso por la despiadada Escuela de Arquitectura de Valladolid servidor había pasado por el duro trance de suspender una asignatura de Proyectos, renunciar a un Erasmus en Lisboa y estar convencido de que, quizás, estaba haciendo el tonto en esa carrera y que no entendía nada de nada.
Ese curso se podía solicitar profesor y si sonaba la flauta, a uno le asignaban quien había solicitado. Por pedir no iba a quedar así que me postulé como alumno del grupo en el que querían estar todos porque había un joven profesor que, al parecer, era realmente bueno. Al haber exceso de demanda, este hombre solía escoger, como es lógico, a gente con un buen expediente. El agudo lector habrá deducido que venir de suspender el curso anterior esa asignatura no puede ser considerado algo demasiado bueno para un expediente académico. Contra todo pronóstico fui uno de los elegidos y sin saberlo todavía iba a empezar el curso que lo cambió todo.
El primer día que corregí fue uno de esos momentos que permanecerán en mi mente hasta que los gusanos se coman mi sesera. Yo estaba convencido que llegados a ese punto tendría que tratar de acabar la carrera como pudiese y dedicarme luego al noble arte de, qué se yo… calcular calefacciones o algo así. Por aquel entonces la profesión aún tenía un envidiable estado de salud y los demonios que nos acosaban a las futuras generaciones eran distintos a los de ahora.
El caso es que nuestra clase era una de esas enormes aulas de la parte vieja de la Escuela y yo me sentaba, acobardado y tratando de que no se me viese, al fondo. En una esquina. Con mi papel de croquis y mi infame protoproyecto para un museo en Ávila que acogería la obra de Baltasar Lobo. Llegada la última hora ya nadie quería salir a exponer nada y sin saber muy bien cómo ni por qué me vi encaminandome al corcho a pinchar mis papeles recorriendo esa inmensa estancia mientras mis compañeras de clase me observaban fijamente.
Si, he dicho mis compañeras porque ese año éramos 3 hómidos y más de 20 féminas en ese grupo de Proyectos. En ese momento, mis compañeros ya se habían ido dejándome solo ante el peligro.
Cuando había recorrido 1/5 de la distancia que me separaba del corcho el profesor con voz profunda y que aún hoy retumba en mi cerebro dijo — bueno, ahí VIENE JACQS. Llega EL HOMBRE.
Quizás las nuevas generaciones no sepan muy bien quién buscaba a Jacqs pero en ese momento pensé que mi curso se había acabado en aquel preciso instante. Pocos segundos después, tras haber soportado la ENORME carcajada femenina y haber empezado a explicar lo que yo creía que podía ser un proyecto se me hizo ver que lo que estaba proyectando en vez de un espacio exterior en realidad cualquier día invernal abulense sería una pista de patinaje con algún rincón a modo de meadero de perros. Solo me quedaba asumir la derrota y reafirmarme en que yo jamás valdría para ser arquitecto.
Pero algo sucedió. El jocoso profesor cogió una lapicera y empezó a corregir conmigo el proyecto. Algo debió hacer click en mi cabeza porque fue como abrir los ojos. A partir de ese día empecé a hacer algo que no había hecho jamás y era, sencillamente, proyectar. Cada vez me gustaba más y cada vez me sentía mejor. Sin duda ese año fue la revolución arquitectónica más intensa que ha sufrido la mente de quien les escribe porque ese año creo que fue cuando empecé a aprender de verdad lo que era la Arquitectura.
El curso terminó y tuve la suerte de poder entrar a colaborar en el estudio de la Plaza del Viejo Coso. El día que entré fue la primera vez que puse un pie en un estudio de arquitectura y lo hice con una sonrisa de oreja a oreja. Me presentaron a Tape, Fosi y Gonzalo, un ordenador y me pusieron a dibujar el desarrollo de una propuesta de intervención en la Iglesia de San Martín. Con muchas lamas. Pero muchas.
Durante el curso entrante, al tener sólo los últimos proyectos, pude trabajar todo el año en el estudio.
Mientras aprendía lo que era el oficio de arquitecto conseguí el sobresaliente más alto de proyectos de 5º -aplausos enfervorecidos del público- cuando tan solo unos meses antes me veía incapacitado totalmente para organizar una planta.
Al año siguiente seguí en el estudio mientras este hombre me tutoraba el PFC en una época en la que la vida parecía que se me complicaba un poco más de la cuenta. Incluso fue él el artífice de que acabase enredado en el mundo del mobiliario de diseño cuando apenas sabía lo que era una silla.
Han sido muchos años en los que no he dejado de aprender de él, a través de él y gracias a él. Seguramente sería demasiado complicado explicarlo todo o contar los trabajos, concursos, viajes, clases, cervezas y brunchs o comidas donde la señora que ha habido.
Pues verán, hoy he podido asistir junto a un selecto puñado de personas a uno de esos momentos en los que dices joder, que bien. Porque hoy el doctorando D. Jesús de los Ojos Moral se ha hecho Doctor.
Hoy ha defendido su Tesis en una sala en la que el nivel académico y arquitectónico era difícilmente superable con intervenciones memorables de todos los que tomaron la palabra.
Un día les hablaré de la obra arquitectónica del señor de los Ojos, con piezas más que sobresalientes, pero no será ahora. Hoy sólo les diré que esa mole de infinitas páginas ha conseguido rematar un trabajo que durante años ha tenido «entretenido» a Jesús y que el tribunal compuesto por Darío Álvarez, Juan Carlos Arnuncio, Julio Grijalba, Jose Ignacio Linazasoro y Simón Marchán, ha tenido a bien calificar como sobresaliente, 10. Cum Laude.
Un trabajo que, espoleado por su director -otro de mis referentes personales-, Ramón Rodríguez Llera, pone la guinda a algo que hace más de una década parecía que iba a ir sobre Reima Pietila pero que el paso del tiempo ha acabado derivando en un profundísimo estudio de lo vernáculo. Una búsqueda del origen de por qué nos gusta lo que nos gusta que en el fondo explica que es natural que los fuegos artificiales nos produzcan cierta urticaria.
Como en persona, no les voy a engañar, soy más soso que el agua de fregar, sirvan estas líneas para felicitar a Jesús de los Ojos -y a su director de Tesis, Ramón Rodríguez Llera, faltaría más- de la manera más efusiva posible.
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¿Qué les voy a decir que no haya escrito ya? parece que por unas cosas u otras se retrasa el inicio del viaje por Finlandia, con lo vernáculo que era aquello…
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Escribir una Tesis es una labor titánica. Juntar cuatro letras para una entrada de Luz10, un juego de niños, pero alguien tenía que hacerlo.
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Para poder imprimir los ejemplares de la Tesis del Profesor de los Ojos fue necesario talar una pequeña parte de bosque. Pero mereció la pena.
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Sólo por la intervención final de Ramón R. Llera mereció la pena escribir la Tesis.
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Ya saben… Texto y fotos originales de su fiel y seguro servidor ©pedro iván ramos martín. En el fondo es una entrada personal así que compartan o no según se lo pida el cuerpo.
Gracias , Pedro, por haber venido, por darnos tu punto de vista y por tus fotos
«El cómplice necesario»
Gracias a vosotros porque tanto el uno como el otro habéis influido más de lo que os creéis en lo que viene a ser mi forma de ver y entender el mundo y en el fondo (para bien o para mal) de ser como soy a estas alturas de la película.
Creo que un día voy a hacer un recorrido por el puñado de personas que de una manera u otra me fueron abriendo los ojos… que son pocas pero distinguidas.