Les presento a la palabra más concisa del mundo, según el libro Guiness de los Récords, eso sí.
Por supuesto, es absurdo pretender determinar cuán concisa es una palabra: Heisenberg nunca sabía con precisión ni la posición ni la velocidad de su partícula.
Yo siempre he abrazado con firmeza la incertidumbre, como Heisenberg, por principio.
Pero, verán, la palabra de marras describe, según René Haurón, «Una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambas desean pero que ninguna se anima a iniciar». En mi caso en lugar de usar un término tan endemoniadamente enrevesado como mamihlapinatapai, he venido empleando un concepto que acuñé hace algo más de dos décadas en lo que vino a ser la fase más determinante de mi existencia: la neurona modorra, algo mucho más asequible.
La neurona modorra es algo con lo que se convive. Uno nunca se acostumbra a ella pero, como sucede con el dolor cuando es crónico, sordo, tozudo, persistente, terco, insoportable, se alcanza un punto de aceptación masoquista de ese destino en lo universal. No queda otra.
En el trato humano, no les voy a engañar, nunca he sido la persona más brillante de este planeta. Siempre he encontrado la manera de incomodar a la gente y de que la gente me incomode a mí en un tour de force en el que apenas tengo rival.
Mis logros en el ámbito de la excelencia misántropa se hallan en dos grandes categorías: enormes y pestilentes cagadas en las que no era ni mínimamente consciente de que la estaba liando y fastuosas ocasiones en las que sabiendo exactamente qué debía hacer, por algún motivo indefinido, decidía no hacerlo. Incluso decidía hacer lo contrario o hacer algo absolutamente estúpido.
Este segundo grupo de memorables ocasiones siempre lo he atribuido a la vieja y querida neurona modorra.
¿Y por qué les cuento yo todo esto? pues porque, teniendo otras cosas que hacer, he decidido hacerlo. He decidido abrir esta dirección de Internet y esta vez en lugar de no hacer nada, empezar a teclear. A hacer.
Y es que a veces es bueno y necesario asesinar a nuestros fantasmas. Dejar de regocijarnos en nuestras impostadas miserias. Abrir la ventana y llenar los pulmones y el alma de frío aire berlinés. Dar el paso y saltar desde el trampolín más alto. Tomar esa curva sin acariciar la maneta de freno. Descorchar esa carísima botella de vino y brindar con frenesí. Viajar allá donde nadie nos entiende y donde a nadie entendemos. Perdernos. Zambullirnos en el Atlántico en invierno. Correr un maratón. Saltar una hoguera. No dormir en toda la noche. Afeitarnos, definitivamente, la cabeza. Poner la música a todo volumen y envolvernos apasionadamente en la melodía.
Mirar a los ojos a la chica que nos gusta y besarla.
Vencer a la neurona modorra es vencer a la muerte. Escapar de sus gélidas y huesudas manos. Es esquivar la guadaña con un hábil y elegante giro de cintura mientras sostenemos una copa de turbia y espumosa cerveza sin derramar nada.
Romper ese endemoniado mamihlapinatapai con una sonrisa de medio lado y tornar la mirada en acero es saber, por un instante, que el mundo entero está a nuestros pies.
Sentir el ser inmortal. Llegar a ser eterno.
Esa concisa palabra muere cuando comienza una acción. Esa mirada cómplice y deseosa acabará en el instante mismo en el que uno de los dos haga, actúe. En el que uno de los dos sea capaz de romper sus ataduras de alguna manera.
Lo haga bien o lo haga mal. Al final lo importante, como casi siempre, es hacer. Y hacer, invariablemente, hacerlo bien. Y en caso de que no sea así, no se arrepientan. Nunca.
Desde el instante mismo en el que nacemos comienza la cuenta atrás. No sabemos lo que durará, no sabemos cuántas horas nos quedan despiertos, pero luego vamos a pasar bastante tiempo muertos, así que exprimamos el presente. El Ahora. El Ya.
Yo nunca bailo. Pero me gusta danzar con la vida como llevo décadas haciendo. Dejar que fluya y acariciar su cintura mientras se mueve grácil y sofisticada. Sentir el sutil aroma de la leve brisa que levanta al girar y abandonarme entre su voluptuosa vaporosidad. Sentirme trama y enredarme en su urdimbre para comprender así el porqué de las cosas.
No le regalemos demasiado tiempo a la no acción. Disfrutemos de lo que tenemos y que le den a lo que no tenemos. Abramos los brazos y dejemos que los graves de nuestra canción favorita retumben en nuestros pulmones. Cerremos los ojos y démonos cuenta de que, quizás, tenemos más de lo que jamás imaginamos tener. Sintámonos flotando apuñalando al tedio. Volemos a los confines del Universo y comprendamos, por fin, la ecuación de Dirac.
Y dancemos.
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De la ecuación de Dirac ya les hablaré, ya.
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De alguna manera tenía que romper mi silencio y salir del ostracismo. No sé si esta es la mejor o la peor forma, pero de entre todas las posibles, ésta, es una de ellas.
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Si usted se ha dado por aludido, ha visto algún indisimulado guiño o reconocido algún cameo, efectivamente, está en lo cierto: lo que parece lo es.
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Esta entrada debió escribirse mucho antes, pero ya saben… ¡la vida!
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Si son de compartir, compartan esta entrada. Por supuesto tanto fotos como palabras originales de su siempre fiel y seguro servidor, © pedro iván ramos martín. Si usan algo, citen su procedencia.
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Consumatum est.
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Bonus track