Un uomo solo é al comando

El 10 de Junio de 1949, Mario Ferretti, con voz profundamente italiana y calmadamente intensa, entró en antena para narrar la durísima etapa Cuneo Pinerolo del Giro de Italia. Lo hizo cuando se encaraban las estribaciones del Izoard pronunciando unas palabras inmortales que retumbarán por siempre en la historia del ciclismo: “Un uomo solo è al comando, la sua maglia è biancoceleste, il suo nome è Fausto Coppi”.
2 años después nació el hombre que me llevaría al Izoard.

A lo largo de la vida nos vamos rodeando de personas que poco a poco van moldeando lo que acabamos siendo. En el caso de quien les escribe, después de mis padres, la persona que más ha influido para que termine siendo como soy ha sido mi tío Manolo.

Somos el reflejo de la gente que nos marca

Mi tío representaba mejor que nadie lo que mi abuela Mari llamaba el genio de los Ramos. Lidiar con un Ramos no es nada fácil y ella tuvo que hacerlo no con uno sino con cuatro. Afortunadamente, en mi caso, un día, al atardecer, mi abuela le dio unas instrucciones muy precisas a Miseñora sobre cómo éramos y cómo mantenernos en vereda. —…Como su tío Manolo, que cuando se enfada parece que se va a comer a alguien y luego es todo corazón. — le explicaba la abuela Mari mientras ella tomaba buena nota.

Los 3 magníficos

Mi tío era vehemente, sagaz, ácido, inteligente, muy observador, sarcástico y socarrón hasta el extremo de lo humanamente imaginable. Mi tío era un tornado. Un huracán. Un terremoto de grado 9,2 cuando se enfadaba. Mi tío era afable, generoso y bondadoso. Mi tío era una persona poliédrica, compleja y carismática. Sin duda, mi tío siempre fue, sobre todo, una persona especial. Única.

Una persona irrepetible

No tengo muy claro, aunque estos días he tratado de identificarlo, cual es el primer recuerdo que tengo con él. Mi primo Lolo y yo nos llevamos exactamente un mes de diferencia y aunque mi infancia la pasé en A Coruña siempre que volvíamos a Salamanca por vacaciones pasaba todo el tiempo posible con ellos.

En Salamanca, en la casa de mis abuelos, el salón estaba junto a la puerta principal y se dividía en 2 zonas. Una de ellas era para la televisión donde había unos incomodísimos sofás, una camilla y dos cuadros de unas lozanas muchachas en tetas. También estaba uno con motivos cinegéticos que a nadie llamaba la atención. La otra zona, separada de ésta mediante unas puertas correderas, era un comedor donde jamás comimos y estaba lleno de copas, trofeos y medallas que mi tío había conseguido como ciclista. Porque fue ciclista y antes de colgar la bicicleta para estudiar medicina le dio tiempo a ser preolímpico y ganar decenas de carreras gracias a un sprint descomunal. Los Ramos somos de pierna gorda, rocosos como flandriens, de poderosa pedalada y él se forjó entrenando y corriendo con Tamames, con Mínguez, con Mauri, con Barrios… era hipnótico escucharle hablar de esa época. Casi puedo cerrar los ojos y entrar en el lúgubre taller de Marotias, oler a acetileno y adivinarle, entre el humo, con sus gafas de culo de vaso sin haber visto en mi vida al gurú de la soldadura por excelencia. También al Tarangu demarrando en Navacerrada y a Ocaña y a Zoquetemelk ganando un Mundial, a pesar de todo.

Precioso día de perros. Foto: Lolo Ramos

En la familia el ciclismo siempre ha estado presente. La primera vez que mi padre me llevó a ver una etapa de la Vuelta, como buen idiota que soy, dije que no me gustaba y que me aburría y que no quería estar allí. Afortunadamente vi la luz -tarde, como casi siempre- y he podido disfrutar de este deporte durante décadas; como el día que nos llevó a ver el Tour en el Aubisque o cuando fuimos a ver la crono de la Vuelta a Navacerrada en el 1500 mi abuelo, mi tío, mi primo, mi padre y yo un maravilloso día de perros y nieve en abril del 92. Cómo olvidar la comunión de mi primo Julio el día 5 de Junio de 1994 cuando todos dejamos educadamente el ágape para ver en Tele5 la etapa mito Merano Aprica.

A lo largo de los años, cada navidad, nos reuníamos en torno a una mesa y tras dar buena cuenta de ingentes cantidades de comida, la sobremesa siempre acababa con largas conversaciones llenas de historias, aventuras y anécdotas. Mi padre y mis dos tíos siempre han sido personas muy distintas entre ellos pero, cada uno con su personalidad, conseguían que les mirásemos y escuchásemos medio embobados con una mezcla de admiración y asombro. También los primos somos muy distintos entre nosotros pero hay un algo común que nos une y que, aunque posiblemente sea inexplicable, nos hace ser como somos. Quizás ése sea el auténtico genio de los Ramos, quizás sea que, simplemente, tuvimos suerte de nacer en la familia que nacimos. Porque lo que parece, lo es; como decía él.

Aquellas noches mágicas

Durante unas cuatro décadas mi tío Manolo fue el médico de Moraleja de Sayago y eso hizo que parte de mi infancia quedase unida a ese pequeño y desolado ejemplo de la España vaciada. La casa de Moraleja era la casa del médico. Se desarrollaba a lo largo de un anchísimo y largo pasillo que comunicaba la puerta de acceso, de dos hojas, una sobre otra y gatera, por supuesto; con el garaje. Por la gatera, Zampi, el bueno y Mizi, la mala entraban y salían a su antojo. A la izquierda estaba la sala de estar y comedor donde me quedé sin dormir para ver mi primera carrera de motos en Australia cuando el Tiriti Cardús perdió el mundial en el último suspiro. Desde esta sala se accedía a la pequeña alcoba de mis tíos.

A la derecha estaba el dormitorio de mis primos y la alcoba donde dormía yo en una de esas altísimas camas de hierro que chirriaban con el más leve movimiento. A continuación, siguiendo el amplio pasillo en leve pendiente ascendente -o esa impresión tengo-, de nuevo a la izquierda, estaba la cocina con la chimenea y una mesa donde desayunábamos. Aún puedo oler esa cocina y saborear el pan que hacían en verano en Moraleja, cuando volvían los que habían dejado el pueblo buscando mejor fortuna a pasar las vacaciones. Frente a la cocina estaba la puerta que daba a la sala de espera y a la consulta, que olía a alcohol y a medicina y era donde mi tío, Don Manuel, atendía a moralejanos y moralejanas enfundado en su bata blanca.

Subiendo unos escalones y siguiendo el pasillo estaba el baño y al final se salía al corral y al garaje. En ese garaje estaba la primera bicicleta de carreras en la que monté y la primera mobilette que conduje. Fue en Moraleja cuando un buen día de verano, junto a mi primo, nos lanzamos por los caminos que salían de las eras hacia Alfaraz. Ese día quisimos ir más allá, llegar a Almeida, y fue allí donde descubrí lo que era coger una pájara. Mi tío, cuando conseguimos llegar a casa, viendo que al sobrino casi se lo comen los buitres, se reía mientras trataba de que comiese unos macarrones con mayonesa que había preparado mi tía. — Vamos, Perico, come, que esto se pasa así.

Delante de la puerta de esa casa había un pequeño porche que daba a un terreno elevado, pues la casa estaba en una calle de fuerte pendiente y se accedía a través de una rampa. En ese terrenito había un pozo y junto al pozo una higuera bajo la que jugamos incontables horas y donde enterramos inconfesables pócimas. Moraleja me huele a higuera y la higuera de mi patio, también junto al pozo, me huele a Moraleja, y a infancia y a juegos y a verano y a charcas y a ranas y a bicicletas y a felicidad.

Moraleja de Sayago. Foto: Manolo Ramos

Me parece que sólo han pasado unos días en vez de 25 años desde que me quedaba a dormir en la casa de Torres Villaroel en el sofá de la cocina y por la mañana, siempre muy temprano, mi tío se preparaba para ir a trabajar e iba encendiendo radios a lo largo de la casa, todas en la misma emisora, para acabar en la cocina haciéndose un café muy cargado y con mucha azúcar mientras yo fingía dormir.

Por supuesto también recuerdo el instante más largo de mi vida, que fue, precisamente, en esa casa, un ático en una octava planta. Para los que no tengan la suerte de conocer Salamanca, les diré que Torres Villaroel es una céntrica y transitada calle en la que una infantil y desquiciada mente podía llegar a imaginar que era divertido tirar un poco de agua desde lo alto al vacío -no me juzguen-. Desde la terraza no se ve la calle, sólo se oía el ¡chof! cuando llegaba al suelo o ese mismo sonido seguido de gritos y/o blasfemias si antes de tocar acera, tocaba a algún sufrido y desdichado transeúnte. Por algún motivo eso dejó de resultar divertido hasta que una noche que estábamos solos se me ocurrió que la cosa podría mejorar si echábamos el agua por el patio de luces al que daba la cocina. Al fin y al cabo, nadie sufriría. Empezamos tirando un vaso de agua, luego una taza, luego una pequeña cazuelita -obviamente sólo el contenido, no el continente-… entramos en una espiral enloquecida, una cazuela grande, un barreño… Era demasiado tentador oír el ruido del agua al llegar al suelo; todo nos sabía a poco y queríamos más. En el culmen de esa escalada de violencia, llenamos una bolsa del Júper -a la sazón, un supermercado- y no contentos con eso, la atamos. Dejamos caer el proyectil en la terriblemente silenciosa madrugada salmantina. El tiempo pareció detenerse. El silencio era atronador. La bolsa bajó a cámara lenta, cada vez más despacio. Al tocar el suelo fuimos conscientes de la magnitud de nuestra obra. El hipocentro de la bomba de Hiroshima en el momento de la detonación quizás pueda compararse a lo que sucedió en ese momento. Un escalofrío nos recorrió mientras la onda expansiva subía desde el bajo por el estrecho patio. A los pocos segundos se empezaron a encender luces en todas las plantas. Nosotros, presas del pánico, apagamos todo y nos metimos en la cama. En algún momento de la noche regresaron mis tíos. Por la mañana lucía el Sol y el mundo parecía estar en orden… hasta que mi tío nos preguntó.

— ¿Qué pasó ayer por la noche?
— ¿Eh? mmmmm… nada. Jugamos un rato y nos metimos pronto en la cama. — Le mentí.
— Nada… ya… Pues resulta que según los vecinos hubo una explosión y pensaron que estalló una bombona de butano en el bajo. Llamaron a los bomberos. Pero vosotros no oísteis nada, ni sabéis nada, claro.
No puedo negar que mi infancia fue ciertamente entretenida.

Mucho antes de eso, mi abuela contaba que un verano mi tío cogió cuatro cosas. las echó al coche y se marchó de viaje por Europa. Su amigo y compañero en la facultad de medicina, Manolo, otrora conocido como El Pesas; fue a casa de mis abuelos.
— Señora Mari, ¿Dónde está Manolo?
— Uy, hijo, pues ha salido de viaje a Europa.
— Ah, a Europa… pues me voy a buscarle.

«cojo cuatro cosas y me voy». Foto: Pedro Ramos Tapia

Durante años, mi tío Manolo, mi tía Alicia y mi primo Lolo recorrieron Europa en un R18. Luego nació mi primo Julio y los viajes entraron en letargo hasta el verano de 1989. Ese verano mi tío, que aparte de médico era mecánico apasionado, además de haber reconstruído un Alpine, un buggi, un Gordini, un Colas y tantos otros clásicos había rescatado un furgón Ebro dedicado al transporte de piensos que iban a achatarrar. Transformó ese furgón color crema con chapones galvanizados en los laterales en La Furgoneta (aunque las malas lenguas la llamaban «El Dado» porque lo mismo le daba volcar hacia un lado, hacia el otro que hacia adelante o hacia atrás). Construyó una autocaravana con recia madera maciza de pino Soria y un motor que apenas podía empujarla.

Yo estaba ese verano con mis abuelos en la casa de Ledesma. Aquellos veranos los pasaba con mi primo sin separarnos un minuto y cuando llegó el momento de la despedida, antes de que saliesen hacia Italia, mi tío me debió ver con mis mejores ojos de cordero degollado cuando iban a subirse en el 1500 que estaba aparcado junto a la puerta de la casa y me dijo:
— Perico, llama a tus padres y mira a ver si te dejan venir
— ¿A ITALIA?
—Sí. — Mis ojos se abrieron como nunca antes lo habían hecho. Mis abuelos no se opusieron. Llamé desde una cabina a mis padres a los que, de alguna manera, conseguí convencer a pesar de tener como único capital para emprender mi primera epopeya europea 1000 pesetas y unas gominolas. Unas horas después estábamos parados a 40 grados en el monumental atasco que se formaba en Tordesillas cuando estaba allí el semáforo de Europa con dirección a Andorra para comprar una nevera a 12V y comenzar la aventura.

Así vi Roma por primera vez. Foto: Lolo Ramos

Se dice que hay un viaje iniciático que nos cambia para siempre. Para mí lo fue el viaje del verano de 1989. En Andorra me compraron mi primera cámara de fotos, que aún conservo, y un carrete. Paramos en Mónaco, aparcamos en el túnel y recorrimos andando el circuito de Montecarlo. Pasamos por Pisa y por Florencia y llegamos a Roma donde nos comimos un helado y me metí en las fuentes del Vaticano a robarle unas monedas al clero. Pasé a Yugoslavia sin pasaporte escondido detrás de unos sacos de dormir viendo por una rendija cómo unos militares registraban la furgoneta sin descubrirme. Después de ese viaje yo ya no volvería a ser el mismo. Cuando mis padres volvieron a recogernos para volver a Coruña, también regresamos con mi perra Katy, mi primera perra después del infortunado y breve Eltex. Katy era una perrita albina de la que se habían hecho cargo mis tíos después de que la abuela de mi primo no pudiese atenderla y que bajo la solemne promesa de que me encargaría de pasear todos los días, mis padres accedieron a adoptar. Sin duda ese año estaba especialmente convincente en mis más locas peticiones.

En el verano de 1990, poco antes de trasladarnos definitivamente de Coruña a Salamanca, mi tío volvió a invitarme a ir con ellos al más épico de todos los viajes. Hasta Noruega, al círculo polar, al que llegamos a pesar de la mecánica y de tener que ir con un bidón de diésel detrás del asiento del conductor porque se había estropeado la bomba del combustible.

El viaje como metáfora de la vida. Foto: Lolo Ramos

Al viaje a Noruega le siguieron otros tres. Gracias a mi tío viajé por Francia, por Italia, por Yugoslavia, por Alemania, por Holanda, por Dinamarca, por Noruega, por Suiza, por Austria, por Hungría, por Ucrania… gracias a mi tío conocí los Alpes y los Pirineos y me enamoré para siempre de los Dolomitas siguiendo las leyendas de las grandes gestas ciclistas. Guardo como un tesoro los recuerdos de esos viajes, las fotografías y postales que no siempre conseguíamos de manera lícita -es un decir, en realidad no recuerdo haber pagado ninguna- . En ellos aprendí a viajar en una furgoneta, la importancia de recargar el agua, el ir comprando en los supermercados del camino, el buscar sitios para pernoctar, el estar horas y horas en la carretera buscando los puertos que subir por el mero placer de subirlos mientras Paco Ibáñez se hacía eterno en el Olympia de París.

«comprando» postales en Noruega. 1990. Foto: Lolo Ramos


El último viaje que hice con él fue a la cercana Miranda de Douro, con mi abuela y todos los primos. Nos llevó por Portugal y nos enseñó el Puente de Requejo, Villardiegua y su vetón, carreteras y caminos, estelas en casas centenarias y cortinas milenarias y nos habló de todo como siempre hacía.

Desde aquel verano de 1989 entiendo la vida como un viaje y los viajes como la vida. Viajar es algo que necesito y que me reconcilia con el mundo y conmigo mismo, algo que mientras pueda nunca dejaré de hacer.

Mi tío tuvo un ictus que no pudo superar el 1 de Marzo y falleció el 30 de abril de 2021. Sé que cualquier cosa que hubiera sido no volver a ser él, no la habría querido. Sé que su último día lo pasó haciendo lo que probablemente le gustaría haber hecho si le hubieran dicho que ése iba a ser el último día de su vida. No sufrió, simplemente, nos dejó siendo feliz y disfrutando de la vida como siempre hizo.

Tío, te has marchado y ahora me duele no haber ido más a veros. Como siempre, me arrepiento de lo que no hago cuando ya no hay remedio. No acabo de asimilar la idea de no volver a escuchar tus historias ni que ya no nos vayas a decir algún rincón desconocido de las Arribes donde ir ni que nos vuelvas a decir que la mejor política es la política de hechos consumados. Te has ido y me he quedado con muchas cosas pendientes. Te has ido, sí, pero aunque ya no estés, siempre viajarás conmigo.

Buen viaje, Tío Manolo.

Volveremos a Los Dolomitas. Foto: Manolo Ramos

Coda.
Se dice que sólo los grandes campeones atraviesan en solitario la Casse Deserte. Ahora que te has convertido en brisa, podrás acariciar las Tres Cimas de Lavaredo y el Stelvio y la Marmolada, coronar el San Gottardo y el Furka, pasar el Aubisque y el Galibier y La Croix de Fer. Y, cuando llegues de nuevo al Izoard, podrás susurrarle a Coppi que ya no está solo.

gracias por todo, tío.

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Una entrada que no quería escribir y que duele como el acero desgarrando las tripas. A la memoria de Manuel Ramos Tapia, mi tío.
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