El frío, técnicamente, es la ausencia de calor. Además es una sensación subjetiva, particular e independiente de cada individuo. No es un valor absoluto ni es algo cuantificable. Aún así puede afirmarse con rotundidad que si hay un lugar frío en el planeta, ese es Ledesma. Y si algo bueno tiene el frío es que curte el alma. Y cura los chorizos.
Posiblemente ustedes sepan que el lugar del mundo donde mejores chorizos se hacen es en la provincia de Salamanca. En concreto, los mejores de todos eran los que ejecutaba con absoluta maestría Pascuala Hernández, a la sazón, mi abuela, en un pequeño pueblo cercano a la capital: Barbadillo.
El hacer chorizos, como pueden imaginar, es un arte. Durante décadas mi abuela fue puliendo una receta en la que los ingredientes y proporciones estaban meticulosamente medidos y cuyas raíces se hundían en el arcano e infalible método de prueba y error.
El refinamiento que adquirió era tal que mejorarla supondría un ejercicio de alquimia y, posiblemente, necesitaría de un ritual satánico y pactar con el Maligno a cambio del alma de siete vírgenes.
- Durante años parte de la producción viajó en cajas de cartón y por correo postal desde Salamanca, procedentes de Barbadillo, a La Coruña donde cada año se recibía con enorme alborozo el alijo chacinero – he de decir que, aunque Galicia es una tierra perfecta para el hedonismo gastronómico más brutal, en lo que viene a ser el tema choricil no hay por dónde agarrarla.
Hace años el testigo fue recogido por mis progenitores quienes tras pruebas, aciertos y errores con algún tropezón -que a punto estuvo de enterrar en el olvido esta maravillosa tradición- han dado con un punto exquisito a tan preciado manjar.
De hecho, los del año que acabamos de dejar han sido los que más fielmente me han recordado el inconfundible a la par que inimitable sabor de los originales lo que no es casual: desde 2015 estas maravillas se curan en silencio y absoluta oscuridad en el glacial clima ledesmino.
Como les he dicho, Ledesma es un lugar gélido. Con ese característico frío de dehesa que se respira, que cala hondo hasta el fondo de los pulmones. Un frío limpio, intenso y acerado. Un frío que atraviesa, un frío que purifica.
Servidor de ustedes odia el frío, pero éste en particular le hace reconciliarse de alguna manera con el Universo. Luego ya sigo odiando el frío. Y al Universo.
Se habrán dado cuenta que, como era costumbre por estos lares, nos vamos por las ramas. Hoy he venido a hablarles del mondongo, o de la mondonga, que tanto monta y eso es lo que voy a hacer.
Verán ustedes, antiguamente la matanza consistía en criar un cerdo – en realidad una cerda- y, llegado el invierno, llevar al animal a una mesa de madera, atarlo y rebanarle el pescuezo para desangrarlo entre indescriptibles chillidos y convulsiones mientras se le escapaba la vida. Se quemaba, se oreaba y se descuartizaba el animal. Luego se procedía a aprovecharlo todo, hasta los andares.
Recuerdo muy vagamente haber asistido a ese ritual en Moraleja de Sayago, en lo más profundo de la comarca más profunda de esa España vacía y brutal, donde a los niños nos decían que mejor no entrásemos donde se encontraba el desdichado animal y nos fuésemos a jugar por ahí. Afortunadamente y sin que sirviese de precedente, hice caso a la gente mayor.
He de reconocer que soy un ser despreciable y sin valores: si tuviera que matar o ver morir a un animal para alimentarme, basaría mi dieta en lechugas. Pero miro cobardemente para otro lado, no lo pienso y gozo lujuriosamente de comer carne.
El caso es que desde hace décadas no se hace al modo neandertal sino que, en nuestro caso, se compra la carne proveniente de un matadero con las pertinentes garantías sanitarias de manera aséptica y sin que, en el fondo, se honre la muerte del animal que antaño se criaba con mimo pues representaba el sustento familiar durante buena parte del año. Ahora esa carne ya no viene de ningún lado, es un simple producto que se compra, que no representa una muerte, un sacrificio. Desde luego es menos salvaje, no agita nuestras urbanas conciencias y en el proceso se ha perdido el alma.
Una vez se tiene esa magnífica carne ibérica, entreverada, untosa y convenientemente picada en las artesas se le añade lo que viene a ser el alindongo: pimentón de la vera, sal, pimienta negra molida y en grano, orégano, ajo… y unos cuantos ingredientes sorprendentes y que le dan el toque característico que hace que no haya dos mondongos iguales. Esos ingredientes permanecerán apuntados secretamente en mi cuadernito negro, así como las cantidades.
Además de chorizos en mi casa se hacen salchichones y farinato. El farinato es una endiablada receta en la que se mezcla pan, gorduras, cebolla, aguardiente, canela… que sólo los charros sabemos apreciar en su justa medida y que llega al culmen de la exquisitez con un par de huevos fritos.
Una vez realizadas las mezclas hay que enfusarlas, esto es, meterlas en tripas.
Las tripas, aunque estén limpias -y, créanme, hay que comprarlas limpias- hay que volver a limpiarlas con agua templada y sal. Dichas tripas son del propio cerdo para chorizos y longanizas y vaqueñas -de vaca- para los farinatos. Si les sobran, no se apuren. Conservadas en sal les aguantarán hasta el año siguiente.
Para el proceso del enfusado es necesario que participen dos personas. Antaño mi abuelo Wences le daba a la manivela mientras mi abuela Pascuala enfusaba la carne en la tripa. Hogaño es mi padre quien está a la manivela y mi madre la que enfusa.
La coordinación es fundamental. El preciado embutido debe tener la tensión precisa, ni más ni menos. Si queda flojo tendrá moho por dentro y se pudrirá. Si queda demasiado lasa -la tripa queda casi transparente- puede esbaratarse -romperse- con lo que habría que hacer una cura.
Una vez enfusado hay que atarlo. Hay varias artes a dominar a la hora de meterse en faena con el cordel: las capaduras son los atados intermedios que dan la tensión final exacta al chorizo. La moña es el atado de cierre y debe ser lo suficientemente resistente ya que de ella colgará el peso de todo el embutido. La galga es un cordel diagonal entre la capadura más cercana al cosido y la moña que hace que el chorizo se mantenga estable una vez colgado. Si lo piensan bien un chorizo responde de forma maravillosa a un complejo problema estructural.
Es importantísimo el papel de la humilde pica, un trozo de madera con una punta metálica para pinchar el chorizo y que salga el aire que pudiera haber quedado en el interior.
Una vez realizada la mondonga hay que colgarla y dejar que el tiempo y el frío curen esas maravillas gastronómicas que durante todo el año harán que la vida sea algo que merezca la pena.
Los primeros días es bueno que el tiempo sea amoroso, pues si es demasiado frío pueden ahuecarse. Luego es mejor que sea frío… como fuere, nunca se sabe a ciencia cierta qué va a salir. Cada año es distinto y cada año se espera con cierto nerviosismo el momento de empezar a probar las primeras longanizas.
Cierto es que las probaduras van a dar pistas de cómo va a salir, pero es sólo el tiempo el que decide y es este juez implacable quien tiene la última palabra.
Como en la vida misma.
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Y con esta primera entrada de 2019 he alcanzado el 50% del total de las publicadas en 2018. Una cifra vergonzante. Espero haber tocado fondo el año pasado.
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En Ledesma hay un lugar donde toda persona de bien debería comer alguna vez en la vida: la taberna La Fernandica. Es viajar al pasado y, posiblemente, a un universo paralelo. Preparen poco más de sus mejores 20 euros, aléjense de prejuicios higiénicos y descubran al gocho que hay en ustedes.
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Para realizar esta entrada el autor ha debido vencer a la terrible inercia improductiva de 2018, ha debido madurar durante lustros el gozoso gusto por la chacina y les ha enseñado parte del vocabulario más arcano de esta parte del mundo. Prueben a comprartirla en sus redes sociales favoritas. San Martín les dará sus bendiciones.
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Por supuesto, texto y fotos de su fiel y seguro servidor © pedro iván ramos martín. ¿Quién podría estar necesitado de usarlas? espero que nadie, pero si es así, cite procedencia y autor.
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Bonus track: