¿Ustedes saben lo que es una cornamusa?
Yo se lo cuento.
Una cornamusa es, por alguna extraña razón, el símbolo universal del noble y glorioso servicio postal estatal en inumerables países a lo largo y ancho del Orbe.
Durante muchos años escribí cartas memorables en ingentes cantidades. Hoy todo es distinto, pero fue bonito hacerlo. Quizás este blog es el discreto heredero de aquellas epístolas singulares que en un momento dado terminaron y con ellas también un periodo irrepetible de mi trayectoria vital.
Terminemos también con Japón.
Durante más de medio año les he ido narrando con mayor o menor fortuna algunos aspectos de lo que fue el gran viaje del 2014 -el de 2015 está en proceso y promete ser de aúpa-. Este periplo nipón nos ha conducido a lo largo de unas cuantas entradas a través de ciertos usos y costumbres propias de un lugar tan lejano como diferente a lo que estamos acostumbrados a lidiar por aquí.
Pero como todo en esta vida, tarde o temprano tenía que tener un final para que otra cosa, aún no sé ni cual, pudiera comenzar. Afortunadamente este es un blog que va surgiendo sobre la marcha y aunque hay momentos en los que las musas me abandonan -supongo que como a todo hijo de vecino- y ustedes lo notarán en la falta de calidad, ingenio y periodicidad de estas citas virtuales -mismamente ahora, por ejemplo- servidor tiene que tratar de hacer de tripas corazón y sacarse algún conejo de la chistera… hoy lo hacemos con el último gazapo japonés en nuestro largo paseo por Tokyo.
Verán, en general los japoneses son unos tipos bastante tranquilos y apocados, pero esto cambia radicalmente en dos ámbitos: cuando van a un karaoke y cuando tienen que vender algo.
De los karaokes no les puedo decir mucho ya que no fui a ninguno, pero sí les puedo hablar de los mercados. Más bien del mercadeo.
Seguramente a muchos de ustedes, sin duda los más doctos, les habrá venido a la mente el célebre mercado de Tsukiji. Si, hombre, el del pescado.
Tiene fama de venir a ser la mayor lonja del mundo y es que a los japoneses el tema pescado es algo que les priva. El degustar un buen sashimi es una experiencia epatante que permanecerá en un lugar destacado en los puestos de honor de su bagaje gastronómico: se lo aconsejo vívamente. También les digo que degustar un mal sashimi es algo que tampoco se olvida.
Como les decía a los chicos y chicas de los ojos rasgados eso de coger un trozo de pescado fresquísimo, incluso vivo, y hacerlo finas lonchas es algo de lo que han conseguido hacer un arte. El perderse por las calles de este mercado lo deja bien claro; pero con todo, no es lo más sorprendente de visitar un lugar así. Tampoco lo es el ver y probar los calamares desecados, las algas desecadas, el pescado desecado o la sequedad desecada. Una de las cosas que más llama la antención es la insistencia de los vendedores para caer en sus redes y comprar algo.
Contínuamente intentarán tentarle dándole a probar trocitos de tentáculo de calamar seco con un sabor dulcísimo, o algún tipo de fruto, también seco al wasabi que pica como un demonio, o un trozo de alga seca, claro; o algo totalmente irreconocible para un occidental pero que aparentemente es algo seco pero comestible… con la pérfida e indisimulada intención de que entren en el tenderete a comprar algo.
Claro que esto no es nada comparado con otras zonas mucho más locas.
Ya les he hablado de la zona de Shibuya donde los neones y la música de decenas de tiendas compiten en intensidad y potencia para hacerse notar por encima del resto creando una atmósfera de película futurista espídica de serie B.
Pues eso tampoco es nada si lo comparamos con la absoluta locura de Ameyayokocho.
Ameyayokocho es una zona de Shinjuku que discurre desde la estación de Ueno siguiendo la línea Yamanote en la que montones de tiendas, tenderetes y puestos varios se agolpan y mezclan en una suerte de orgía del caos y de los gritos a viva voz.
Sí, de los gritos, pues sepa el anonadado lector que es normal que los empleados de las tiendas saquen a la calle un taburete o cualquier otro artefacto que les permita elevarse unos centímetros del suelo y con un cartel en el que reza lo único comprensible para un no-japonés que puede haber en Japón: números seguidos del símbolo del Yen; comienzan a vocear a una velocidad y con un volúmen que para sí los quisiera la más histérica de las gitanas que plantan su tenducho en las inmediaciones del Estadio José Zorrilla un domingo por la mañana. No sabría decirles si, al igual que las romanís de por aquí, ofrecen bragas a un leuro o si insinúan que la que sabe se aprovecha, pero desde luego hacen un alarde de cualidades vocales, que no virtudes, nada desdeñable.
En Tokyo pueden encontrarse varias zonas con estas características de bullicio y algarabía, muchas de ellas tan temáticas y estrafalarias como Takeshita Dori, a la que el viajero con ganas de encontrarse con gente piradísima no puede dejar de ir.
Esta calle es el epicentro de los comercios donde encontrar las mayores chaladuras en cuanto a moda se refiere de la ciudad: Si busca un modelito de muñeca -extrema-, de colegiala -extrema-, de neopunk -extrema- o de lolita gótica -extrema- no lo dude, señora, vaya a Takeshita Dori y funda la Visa.
Aunque si lo que de verdad desea es fundir la Visa como si no hubiera un mañana, a muy pocos metros de Takeshita Dori puede gastarse bastante más de lo que ganará usted en esta vida y sus futuras generaciones en las suyas respectivas en la calle más exclusiva de Tokyo. A pocos pasos de las tiendas más absurdas de la capital nipona se encuentra la impagable -literalmente hablando- Omotesando.
En Omotesando usted no encontrará a ninguna japonesa desaliñada voceando subida en un cubo. En Omotesando podrá disfrutar -es un decir- de una sobredosis de arquitectura de estrellas, estrellitas y estrellados. Las firmas de moda más exclusivas contratan a los arquitectos más renombrados para plantar su pica en Flandes y demostrar quién es más cool… con desigual fortuna.
Así, en esta calle pueden verse desde piezas más que notables como la hechizante y exquisita levedad del edificio de Dior, de SANAA, o la famosísima intervención para Prada de los Herzog y de Meuron a horteradas sin parangón capaces de aparecer en sus peores pesadillas arquitectónicas.
Si usted es amante de la fotografía en general y de la fotografía de arquitectura en particular, tenga presente que al edificio de Prada no podrá acercarse como le plazca. De hecho, si se planta delante en la pequeña explanada que hay y que debe de hacer las veces de improvisado parking de Ferraris o Lambos, puede que le suceda como a mí y que salga de la tienda un elegantísimo japonés impecablemente vestido con un traje que se ajustaba perfectamente a su esbelta figura, con un moderno y perfecto corte de pelo, uñas nacaradas, sonrisa de anuncio de dentífrico y más mala leche que un palomo cojo y le eche de allí en un muy correcto inglés con cajas destempladas. Evítelo no pisando ese sacrosanto espacio tokiota o haga la foto rápido y ¡huya!.
Al final de esta calle se encuentra un museíto proyectado por Kengo Kuma que bien merecerá volver a esta parte de la ciudad ya que cuando servidor de ustedes fue, lo encontró cerrado.
Y hablando de cierres, ¿sabían ustedes que una cornamusa, además de símbolo del servicio postal, instrumento musical, icono de whatsapp y palabro extraño es la pieza que en los muelles sirve para amarrar los barcos?. Si no lo sabían, ya lo saben, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y el Sumida por Tokio, vamos a soltar cabos y a dejarnos alejar de este enigmático y apasionante país mecidos al son de las mareas de Watatumi y guiados por la luz crepuscular de Tsukuyomi.
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Consumatum est.
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Volveré.
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Un texto, fotografías y experiencias vitales de su incansable y no por ello simpático servidor: © pedro ivan ramos martin
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El viaje a Japón ha llegado a su fin, compartan la noticia en su timba de poker habitual, en su peluquería de confianza, en el bar de siempre o en las redes sociales.