© pedro ivan ramos martin luz10 coruña

Memories (iii)

Agibílibus

1. m. coloq. Industria, habilidad para procurar la propia conveniencia. Uséase, la habilidad, el ingenio, a veces pícaro, para desenvolverse en la vida.

Verán, hoy será la Noche de San Juan y cuando yo era niño y vivía en La Coruña, robaba puntales de obra.

Sé fehacientemente que entre ustedes hay un buen puñado de arquitectos y algún estudiante díscolo y dudo mucho que ninguno entienda la relación entre la noche de la exaltación del día, por corta, y los puntales de obra.

Tranquilos, se lo explico: cuando yo era niño y vivía en La Coruña todo era diferente.

Por aquel entonces el ser humano no llevaba todo el conocimiento universal en el teléfono. De hecho el teléfono de cada casa -solo uno- estaba firmemente anclado a la pared. Tampoco había estos cientos de peligros mortales que hoy en día nos acechan por doquier, tanto a niños como a ex-niños. O quizás los había pero o bien no eran tantos o bien no eran tan peligrosos o, seguramente, en el fondo no eran tan letales.

Pero sobre todo por aquel entonces, incluso en una ciudad civilizada como la Herculina, uno desarrollaba el ingenio, a veces pícaro, para desenvolverse en la vida.

© pedro ivan ramos martin luz10 coruña

Si altas son las torres el valor es alto

¿Y qué demonios tienen que ver los puntales de obra con las hogueras de San Juan? se preguntarán muchos de ustedes sin rubor.

Cierren los ojos, vacíen su mente y piensen en un puntal de obra. Para algunos nuevos arquitectos les explicaré que una obra es un lugar en el que un edificio va evolucionando desde que se excava la cimentación hasta que el técnico director de obra firma el fin de la misma. Hoy en día casi no se ven, pero cuentan los libros que antes las había a patadas.

Bien, pues cuando yo era niño los puntales no eran metálicos y regulables en altura. Ora amarillos, ora azules. No. Cuando yo era niño las estructuras se sujetaban con troncos de eucalipto y lo cierto es que era hermoso ver aquellos bosques sin vida sujetar vigas y forjados aunque yo, en mi infantil e inocente mirada no veía tornapuntas y sopandas, no. Mis vivarachos y pícaros ojos veían algo más evidente: leña.

En La Coruña las hogueras de San Juan, As Lumeiradas, son una arraigada tradición y por aquellos procelosos y salvajes años 80 en el Polígono de Elviña en cada bloque había que hacer una hoguera cuanto-más-grande-mejor por lo cual desde que empezaba a asomar el buen tiempo (en Coruña es un decir) los niños de aquella torre de 14 pisos nos dedicábamos al noble arte del acopio de material combustible y lo almacenábamos en el garaje.

© pedro ivan ramos martin luz10 coruña

El Edificio

Éramos como una suerte de hacendosas hormigas que poco a poco íbamos robando puntales de las obras y acumulándolos en las dos plantas del garaje del edificio de la caja postal, aunque al final acabábamos colonizando el portal, las escaleras y, en último término, la plataforma. Si lo piensan bien todo era bastante bizarro. Un grupo de minipersonas colándose en un edificio en estructura y saqueando el almacén de puntales -afortunadamente no recuerdo haber quitado ningún puntal en uso-.

El proceso continuaba con el transporte de cada puntal que podía hacerse con dos niños al alimón llevando uno solo o bien, cuando empezamos a ser mozalbetes, llevando dos puntales por cada pareja de jóvenes delincuentes, uno por cada brazo. Y así, en fila viajaba el material hasta un lugar cuajado de vehículos de gasolina, trastos variados y demás material inflamable.

Todo el saqueo, por supuesto, lo hacíamos sin ayuda de ninguna persona mayor.

Como dijo El Principito -libro que desde aquí les recomiendo vivamente para leer una y otra vez y luego volver a empezar el proceso- «Las personas mayores nunca son capaces de comprender las cosas por sí mismas, y es muy aburrido para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones.»  Así que prescindíamos de las personas mayores para nuestras fechorías.

El punto culminante de nuestro latrocinio maderero era cuando en un día muy solemne los cabecillas y porteadores habituales reuníamos a todos los efectivos posibles y nos encaminábamos a enfrentarnos a la madre de todas las batallas. A nuestro Némesis que sin embargo nos daría la gloria… el día en el que decididos y como si fuésemos un solo hombre, por fin, íbamos a por EL PALO MAYOR.

Verán, el edificio donde yo vivía se encontraba a poco menos de 1 kilómetro del colegio Liceo La Paz. Junto a ese colegio había un descampado pegado a las vías del tren. Allí jugábamos a poner monedas en los raíles -mayormente de una peseta, de las rubias, que no éramos precisamente acaudalados y un duro daba para una bolsa de gusanitos-. Veíamos al tren acercarse lentamente desde la salida de un túnel no muy lejano, nos retirábamos y contemplábamos el paso del convoy sobre las desdichadas monedas. Un día lo hicimos parar porque no nos dimos cuenta de que venía y uno de nosotros -no desvelaré quién, pero no era yo- estaba plácidamente sentado en la vía. Ahora que lo pienso fue una imagen realmente impactante tener aquella mole verde de hierro con el conductor un par de metros por encima de nuestras cabezas nombrando a lo más sagrado henchido de furiosa cólera mientras le pedíamos perdón por nuestras locas ocurrencias.

Creo que me voy por las ramas y a la vez sospecho que mis sufridos padres están conociendo algún pasaje insospechado de mi loca infancia.

Como les decía, cerca del Liceo, al lado de las vías, en un solar, los amigos de Telefónica acumulaban sus postes de teléfono. Postes de madera enormes amontonados en pilas que adquirían una disposición como de tejado a dos aguas y que estaban tratados con una suerte de creosota, brea o mierda negra que tenía un olor tan característico como imborrable. Esos postes ya eran palabras mayores: unos 10 metros de palo y al menos 300 kilos de peso. Podría contarles la triste historia de mis Adidas Berna: las primeras y únicas zapatillas buenas de mi época infantil que duraron lo que tardé en sacarlas de casa para estrenarlas y prometer solemnemente que bajo ningún concepto iría a por leña con ellas. Evidentemente mentí y cuando estaba en lo alto de una de esas pilas de troncos hubo un corrimiento que logré esquivar de un ágil y quizás milagroso salto. La pena fue el enganchón con un clavo que destrozó mis recordadas zapatillas. Me vuelvo a ir por las ramas, lo sé, pero ese día comprendí la inmensa magnitud de la palabra imbécil.

Volvamos al Palo Mayor: párense a pensar en esa visión que por aquel entonces no debía ser descabellada porque jamás nadie nos dijo nada: unos 20 microbandidos portando por la cuesta del Liceo un tronco negro de más de 10 metros de largo y parando cada pocos metros dejándolo caer al suelo con gran estruendo porque aquello PESABA. Era una labor titánica pero era necesaria.

Tras mucho sufrimiento conseguíamos llegar hasta casa y una vez allí comenzaba una nueva tarea: vigilar. No habíamos sufrido penurias y calamidades para que luego algún espabilado de los edificios de la marina mercante nos robase nuestro palo mayor -por eso el Big One había que traerlo justo al final, ténganlo en cuenta si algún día se dedican al hurto de madera para hacer hogueras-

© pedro ivan ramos martin luz10 coruña

La Marina Mercante, al acecho.

Con todo este trabajo infantil autoforzado habíamos conseguido alguna que otra tonelada de madera que guardábamos en el garaje de una torre de 56 viviendas.

Un año lo logramos: habíamos conseguido acumular más leña que los del gigantesco complejo de la Marina Mercante. Más leña que los de las torres de la Robleda. Más leña que los del Barrio de las Flores. Más leña que los de Rafael Alberti. Habíamos conseguido acumular muchísima leña. Más leña que nadie.

Por aquel entonces ya estábamos muy curtidos. habían pasado muchos años desde aquella primera hoguera en la que, al saltar la que había para los niños, Miguelín se llevó puesto un hierro ardiendo en la zapatilla con el destrozo correspondiente. Quizás ahí nació una inquebrantable amistad a pesar de las distancias y de los años.

Esa primera hoguera en la que las personas mayores parecían pasárselo pipa echando al fuego el cartel de obra del edificio mientras la queimada lo teñía todo de magia. Posiblemente ese día, esa noche de fuego y brona, de sardinas y brasas era la mejor noche del año. Y la de ese día prometía ser la mejor de todas. La mejor de nuestras vidas.

Nuestra hoguera alcanzaba, aproximadamente, tres plantas sobre la rasante. Nos sentíamos orgullosos y felices. Los del edificio naranja le habíamos dado en los hocicos a todos los demás. No éramos muchos, pero sí éramos machos, pensábamos. Y el día 23 de Junio fue pasando mientras nosotros admirábamos nuestro logro. Puede que llegásemos, incluso, a ser felices.

Éramos David venciendo a Goliat. Éramos el Super Depor ganando la Liga. Éramos el bueno matando al malo y pillando a la chica. Éramos los que éramos y así nos sentíamos.

Aguardábamos impacientes la llegada de la hora mágica. La llegada de las 12 de la noche, momento en el que debería encenderse aquella descomunal pira. Imaginábamos ese momento como el punto culminante de nuestra infantil existencia. Todo el edificio estaba alrededor de nuestra creación. Pequeñas fogatas servían para asar criollos. La temperatura era agradable y se respiraba un aire que olía a humo y a victoria.

Pero el día más largo de aquel año nos guardaba una sorpresa con la que no contábamos. A las veintidós horas en esa época en La Coruña aún no es de noche. Estábamos en la parte delantera del edificio, en el portal y decidimos acercarnos a ver la hoguera bañada por las últimas luces del día. Nuestra hoguera.

Y lo que vimos nos heló la sangre.

Vimos fuego. Vimos llamas. La vimos arder cuando no debía arder. La vimos arder y nosotros no estábamos allí para evitarlo. La vimos arder porque alguien decidió que había que encenderla: así los niños más pequeños podrían verla sin esperar a que fuera tan tarde.

Vi arder aquella hoguera cuando no eran las 12 de la noche y sentí una punzada en lo más profundo de mi ser. Sentí que nos robaron y nos humillaron. Sentí rabia y dolor. Sentí furia y sentí ira. Corrimos hacia el fuego. Gritando. Llorando, sintiendo como algo en mi interior había sido asesinado y pisoteado.

Era el incendio del Hindeburg. Era Chicago ardiendo. Era Londres envuelto en llamas. Era el Chiado consumiéndose como una tea. Era Roma incendiada por Nerón.

Quizás en ese momento aprendí, hace más de 25 años, lo importante que era el respeto a los demás, a su trabajo, a su esfuerzo, a sus logros. Esa consideración que a nosotros se nos negó y que se clavó como un cuchillo al rojo en mí asesinando mi infancia. Una dura lección. Una lección necesaria para desenvolverse en la vida, pero dolorosa.

Al día siguiente una hoja con infantiles dibujitos de globos de colores pegada en el ascensor nos pedía perdón. Apreté los dientes y los puños. Imaginé una venganza. A duras penas resistí la tentación de arrancarla. Miré al suelo y esperé llegar a la planta baja para salir de allí. Fue un largo viaje de 14 pisos.

Hoy yo soy una persona mayor. Puedo entender que aquel hombre no tuvo la más mínima intención de causarnos aquel quebranto pero un cuarto de siglo después no he podido olvidarlo.

Espero que dentro de otro cuarto de siglo nadie me recuerde a mí como yo le recuerdo a él. Quizás no sea fácil, quizás sea incluso demasiado tarde. Pero lo intentaré.

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Mientras escribo esto veo agitarse a mi hijo de menos de 4 meses y una demoledora frase retumba en mí: niños pequeños, problemas pequeños. Niños grandes, problemas grandes. Esto no ha hecho sino comenzar.

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A pesar de lo aquí escrito, en el fondo, no guardo rencor. Pero ya se sabe que quien olvida su pasado está condenado a repetirlo y yo no quiero.

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Hace demasiado que no voy a La Coruña.

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Me sorprendería que alguien hubiese llegado hasta aquí. Después de este ladrillo lo más sensato será retomar los ladrillos nórdicos. Next stop: Muuratsalo.

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Cómo no, un texto y unas vivencias personales de su fiel y más seguro servidor: © pedro iván ramos martín

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Vivir na Coruña que bonito é.

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Volveré.

 

2 thoughts on “Memories (iii)

    • Hola, Gutier, cuanto tiempo!
      me alegro que te haya gustado… y que por allí la gente aún se acuerde de nosotros 😉
      Un abrazo para ti y tu familia.

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