Ayer por la noche estaba yo cruzando el puente de Jose Luis Arrese cuando, después de pensar brevemente en el horror que es la Cópula del Milenio, miré al frente y vi la luna.
Era una luna llena enorme, redonda como un queso. Una luna espléndida. Una luna plena de luna. Una luna que no podía ser más luna. Una luna magnífica.
Les voy a ser sincero, no tenía yo previsto salir esa noche a ningún sitio y mucho menos cruzar ese puente. Desde luego no pensaba en encontrarme esa luna y no tenía ni la más remota idea de que estaba contemplando la superluna más majestuosa que habrá hasta el año 2034.
Casualidades, supongo.
Volvamos a Japón en busca del sentido de la vida.
He de confesarles que normalmente suelo ser uno de esos tipos que se prepara concienzudamente los viajes: qué ver, qué hacer, qué comer, dónde, cómo, cuándo… aunque luego todo se va modificando sobre la marcha, claro. Pero tener un plan parece que da cierta sensación de seguridad. Mas hete aquí que en este a Japón todo ha sido un tanto diferente. Quizás por el hastío que acaba produciendo tanta búsqueda de la seguridad, tanto querer tener todo controlado, tanto querer planificar cada minuto… total, que el plan era tenerlo todo menos planificado intencionadamente. Ir desdibujando el itinerario previsto desde el concertar la visita guiada a la Villa Katsura nada más llegar a Kyoto con día y hora y minuto y segundo señalados -para luego llegar una hora tarde bajo un diluvio japonés después de andar perdido durante casi dos horas- hasta llegar a Tokyo e ir improvisando prácticamente todo porque es imposible abarcar lo inabarcable. Escribiendo esta entrada ahora se que lo que hacía era dejar libre la naturaleza casual de las cosas.
Durante mis años en la Escuela de Arquitectura de Valladolid, desde las interminables noches anteriores a una entrega de Análisis de Formas o Dibujo Técnico de primero hasta la brutal paliza que supone una entrega del Proyecto Fin de Carrera en mi mente había un pensamiento machacón que seguramente fue el que me hizo sobrevivir a tantos momentos de locura insomne: Al final siempre se entrega. Por algún extraño motivo siempre se daban las casualidades necesarias para acabar entregando en fecha y forma. Entonces, uno puede pensar que no sería descabellado confiar en esta máxima para el resto de facetas de la vida. Pero eso si, para ello ha de tener cuidado y no dejar pasar los trenes adecuados.
Como saben quienes hayan ido siguiendo las entradas niponas, tras Kyoto la ruta prosiguió por Hiroshima y nos habíamos quedado en la isla sagrada de Itsukushima. Desde allí el siguiente objetivo -y fin del trayecto- era la megametrópolis del mundo: Tokyo. Pero antes había que hacer un alto en el camino para ver porqué los japoneses tienen absoluta veneración por el tema del Onsen.
¿Y qué es un Onsen?
Pues un onsen es un baño a la manera tradicional y como casi todo en Japón, está cargado con un buen trasfondo metafísico y espiritual. Un Onsen de verdad es aquel cuyas aguas tienen un origen termal natural y están por encima de una determinada temperatura.
El centro del onsen es el Ofuro, esto es, una especie de gran bañera de agua cuajadita de maravillosas sales y calentada por la madre naturaleza a base de actividad volcánica. Pero antes de poder acceder al Ofuro hay que asearse conveniente y muy meticulosamente en las duchas previas. Allí, al ofuro, hay que entrar inmaculado, desnudo y con una toallita en la cabeza, que puede parecer ridículo pero más ridículo es ver a un occidental intentando taparse estúpidamente el ciruelo -¿a alguien le interesa el ciruelo de alguien?- con esa toallita en lugar de usarla para regular la temperatura de la cabeza y no caer fulminado por un golpe de calor.
Y es que el agua de un buen onsen debe estar caliente. MUY CALIENTE.
Pero si un Onsen de verdad tiene sus aguas volcánicas en su ofuro, un Onsen bueno de verdad tiene su rotenburo, que viene a ser un ofuro pero en el exterior en una piscina natural y al lado de un rio que baja desbocado de la montaña.
Para saber lo que es uno de estos baños de verdad lo suyo es no andarse con bromas. Tómese todo el tiempo que necesite, pero entre por la puerta grande y sumérjase en el agua caliente. No en la tibia, no en la templada, no en la pichí-pichá. No. En la c a l i e n te. Hasta ese momento no sabrá que es capaz de estar dentro de un líquido a 65ºC.
Cuando haya conseguido introducirse hasta el cuello en ese caldo infernal con su toallita en la cabeza y cada leve movimiento se torne en abrasador alcanzará un estado muy apropiado para pensar en lo que les avanzaba: el sentido de la vida en un estado de comunión plena con la naturaleza.
Cuando uno está en un elemento tan hostil como el agua a 65ºC y al lado tiene un rio de montaña con aguas gélidas y a pocos metros una máquina expendedora de deliciosas y heladas latas de cerveza Sapporo -50 centilitros de placer- y además está de manera voluntaria piensa en lo raro que puede ser todo. En la cantidad de veces que la vida le puede hacer a uno la puñeta pero que, al final, siempre se entrega. Que al final en el fondo somos nosotros los que decidimos -con gran tino- estar en el caldero hirviente en lugar de en el rio revuelto sabiendo que al final conseguiremos salir y tomarnos esa merecidísima cerveza.
Les puedo asegurar que de ese rotenburó ustedes no saldrán igual que entraron y les puedo garantizar que esa Sapporo será una de las mejores cervezas que se tomarán en su vida.
Quizás se sorprenda a usted mismo dándose cuenta del placer de una leve brisa perfumada con el inconfundible olor a bosque húmedo y fresco. De la belleza de un cielo estrellado o de una luna inmensa como la de ayer. Se dará cuenta de que es necesario el invierno para que lo pueda matar la primavera. Se sentirá levitar cuando en medio de un puente cierre los ojos y se dedique a escuchar el silencio roto por las aguas del rio embravecido envuelto en su yukata.
Es posible que cuando los abra descubra que el sentido de la vida ha estado ahí todo el rato y que no es otra cosa que vivir. Aprender a valorar y a apreciar incluso las cosas más pequeñas. Sobre todo las más pequeñas porque cada día nos regala un montón de ellas. Así, a lo loco. De manera casual.
Las cosas grandes y complicadas pueden venir o no. Los grandes planes pueden salir o no. Pero disfrutar de la luz dorada de un atardecer después de una tormenta, de una superluna, de un pan recién horneado… o de un helado son cosas que no se planifican, pero en el fondo hacen que todo lo demás merezca la pena. Si prueban a combinar varias de ellas el resultado puede alcanzar lo sublime.
Para algunos, la vida es galopar un camino empedrado de horas, minutos y segundos. Yo más humilde soy, y sólo quiero que la ola que surge del último suspiro de un segundo me transporte mecido hasta el siguiente
Roberto Iniesta, del tema Salir. Album Canciones Prohibidas. Extremoduro, 1998
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Ahora si. Next stop: T O K Y O. (de verdad de la buena)
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Si no querían haber leído tanta divagación, haber elegido muerte, o el blog de Joaquín Torres, que viene a ser algo similar.
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Si tienen ocasión vayan a un onsen y expriman la experiencia al máximo.
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Blablablá, compartan luz10. Blablablá cuéntenselo a sus mejores amigos. Blablablá comenten el blog… SI YA SE QUE NO ME HACEN NI PUÑETERO CASO
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Poder hacer estas fotos no fue una casualidad. Servidor de ustedes, ©Pedro Iván Ramos Martín, tuvo que levantarse a las 4 de la mñana para hacer las fotos de este Onsen de Takaragawa vacío de ciruelos. Úsenlas si ese es su deseo, pero citen su procedencia.
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