Que la vida es una cosa muy loca es un hecho estudiado y contrastado ampliamente.
Pero la vida es aburrida porque es moneda corriente: vivir es una costumbre que suele tener la gente*.
También morir.
Acabo de darme cuenta de que hace prácticamente una década que puse mis pies en Estocolmo.
Por aquel entonces, acababa de estrenar la treintena. Ya me creía un hombre hecho y derecho. Tenía menos años, más pelo, menos kilos, más ignorancia…. Como ven el devenir de la vida no es sino una suerte de equilibrio entre cosas que aparentemente no tienen nada que ver. Quita de aquí, pone de allá… aunque no siempre estemos de acuerdo con los efectos que el paso del tiempo tiene en nosotros de cara al exterior; en general, normalmente son para mejor.
Creo que no conozco a nadie interesante que se cambiase por su yo de 23 años. Ese yo joven y desbocado que, por otra parte, vivía en la inopia, que no tenía ni idea de nada y que su vehemente arrogancia sólo podía competir con su oceánica ignorancia.
La edad a uno le da perspectiva, conocimiento y, sobre todo, experiencia. El problema es que le acerca poco a poco también al final de la película. Ya les he dicho que esto va de equilibrios y que no siempre el resultado termina siendo positivo del todo.
Pero yo les estaba contando que están a punto de cumplirse diez años desde que paseaba por la capital del país de los Volvos, los muebles en paquetes planos y de amar a los secuestradores. El país de rubísimas mujeres que hacen a uno sentirse un Jose Luis López Vázquez de la vida, de las albóndigas hechas en mantequilla y de hacerse el longuis. El país de la Garbo, de los Nobel y de ABBA. Un país, como imaginan, pintoresco.
Y por todo ello les voy a contar un paseo.
Estocolmo es una ciudad fascinante. ¿Qué capital europea no lo es? ─ Si… un momento… me dicen por el pinganillo que en esa aseveración estoy incluyendo Madrid, mi némesis urbana y un escalofrío ha recorrido mi espinazo
En esta capital escandinava además de un ayuntamiento, un balón de dimensiones bíblicas, una biblioteca, unas cuantas iglesias de ladrillo, una buena obra de Moneo y unas cuantas delicatessen más hay algo que debería ser un lugar de peregrinación arquitectónico obligado. O serlo aún más: el cementerio de -pónganse en pie, por favor- Erik Gunnar Asplund y Sigurd Lewerentz, que por esas fechas eran amigos y residentes en Estocolmo aunque luego salieran por peteneras.
Estos dos señores ganaron un concurso para dotar a la ciudad sueca de un gran Camposanto allá por 1915. Presentaron un proyecto bajo el lema Tallum (de Tall, pino en sueco. Algo así como pinar) El resultado fue el maravilloso Skogskyrkogården, que en román paladino quiere decir cementerio del bosque.
El concurso, al que se presentaron 53 equipos, planteaba la creación de un gran cementerio al sur de la ciudad en un enorme solar en el que buena parte lo ocupaba un magnífico bosque de pinos y abetos.
Teníamos así el cóctel mágico que nunca falla para empezar a hacer algo memorable: el bosque y, como era de esperar, su negativo y sacrosanto concepto vernacular nórdico: el claro en el bosque.
Asplund y Lewerentz se repartieron el trabajo: El primero proyectaría los edificios y el segundo el paisajismo y los recorridos.
A gran escala, como hemos visto, el cementerio tiene dos zonas: el bosque y el claro. La propuesta ganó el concurso precisamente por plantear un delicado y escrupuloso respeto a ese bosque por lo que, como veremos, el grueso de las edificaciones se construyeron fuera de él.
Por el contrario, entre el arbolado se trazaron recorridos y se aprovecharon claros naturales para potenciar esa idea arquetípica de bosque pero, como tampoco hay que ser más papista que el Papa, se crearon claros de manera artificial.
En uno de estos espacios entre 1918 y 1920 se edificó el primer artefacto: la Capilla del Bosque, edificio con el que mantengo una relación complicada.
Me fascinó cuando lo analicé en Análisis de Formas II y me recibió con las puertas cerradas cuando una década después pude, por fin, visitarlo. Hace, pues, unos 20 años que dibujé esa recoleta pieza que al exterior aparenta ser una cabaña o una pequeña iglesia vernacular escandinava que con su columnata recibe al visitante que accede bajo la pesadísima cubierta a 4 aguas que se alza apenas 2,10 metros desde el suelo de lajas de piedra. Sabía que ese espacio comprimido daba paso a un interior blanco, luminoso, magnífico. Una cúpula blanca iluminada mediante un óculo en su cénit que nada tenía que ver con la imagen exterior y que recreaba a una escala reducidísima la más célebre de todas ellas, la del Pantheon de Agripa en Roma.
Pero me quedé con las ganas. La calavera que custodiaba la cerradura me guiño un ojo y me sonrió. ─Tal vez la próxima vez, dijo.
El cementerio funcionó así, junto con la capilla de la Resurrección, durante cerca de 20 años. En 1937 se encargó a Asplund el grueso de las edificaciones: un crematorio y 3 capillas que se construyeron en el gran claro del que hablábamos.
El lenguaje empleado no tiene nada que ver con el de la capilla del árbol. Son edificios modernos y sin concesiones a lo vernacular. Un sobrio aplacado de piedra configura su exterior, pero la sensible mano del arquitecto amabiliza cada rincón.
Asplud murió joven, a los 55, tres años después de este encargo. Lewerentz murió muy mayor, a los 90 años; pero había sido apartado del proyecto del cementerio y eso hizo que la amistad entre los arquitectos se quebrara irremediablemente.
Este abrupto final tuvo un emotivo y poético último paseo, pues al igual que Miralles está enterrado en su mejor obra, Erik Gunnar Asplund lo está en la suya.
Y es que el cementerio del Bosque de Estocolmo no es sino un hermoso lugar donde dar un último paseo y donde dejar a quienes nos quisieron en vida disfrutando de las suyas.
Un lugar que acompaña en un tranquilo recorrido desde esa valla que acoge y protege hasta ese monte de la meditación donde sentarse y dejar que la mente vuele libremente en momentos difíciles. Un lugar donde pasear entre árboles y el recuerdo de los que ya no están sabiendo que descansan en un buen lugar.
Para siempre.
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*del tema El As para matar al tres. Siniestro Total, del álbum Policlínico Miserable (1995)
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10 años son un número considerable de años. Rememorando las fotos que tomé con aquella canon G7 vinieron a mí un buen número de recuerdos y la sensación de que a Estocolmo debo volver. Más viejo, más sabio.
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El encontrarme con la capilla del bosque cerrada me hizo recordar que lo mismo me ha pasado sistemáticamente con el templete de San Pietro in Montorio en Roma. Siempre que he visitado la Ciudad Eterna he tratado de visitarlo y, naturalmente, fotografiarlo. Sin éxito. De momento.
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Ya saben a estas alturas que yo soy muy de meditar y, sin duda, donde más profundamente medito es en sitios como uno estos cementerios. Sin duda el de Estocolmo es uno de esos lugares por los que merece la pena hacer un viaje de 3 horas en avión.
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Unas fotografías ajadas y técnicamente no muy allá y un texto recién salido del horno. Tanto las unas como el otro, de su más fiel y seguro servidor, ©pedro iván ramos martín.
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10 años son muchos años y debo volver a visitar este lugar. Compartan la entrada con sus contactos y motiven a este juntaletras a tomar de nuevo un avión.
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bonus track: un paseo