Me van a perdonar ustedes, pero hoy voy a permitirme estar melancólico, taciturno, alicaído, sombrío, quizás algo apesadumbrado, pero, sobre todo, nostálgico.
Y es que hoy me siento, más que nunca, de la vieja escuela.
Me van a perdonar ustedes, pero hoy voy a permitirme estar melancólico, taciturno, alicaído, sombrío, quizás algo apesadumbrado, pero, sobre todo, nostálgico.
Y es que hoy me siento, más que nunca, de la vieja escuela.
Verán, he de confesarles que últimamente no ando yo muy iluminado y que los días se me pasan sin encontrar un motivo -ni tiempo, la verdad- para ponerme a teclear en este rincón de la red de redes. Será que estoy otoñal o que me ha abandonado la inspiración, o las dos cosas o qué se yo qué será.
El caso es que el otro día por azares del destino tuve que ir a San Benito y me encontré frente a frente y cámara en mano con un moribundo que espera su humillante final: el otrora fornido y apuesto Mercado del Val de Valladolid.
Como muchos de ustedes saben un buitre es lo que viene a ser un pájaro grande. Muy grande. Y, además, carroñero. En Monfragüe hay muchos y Monfragüe está en ese pedazo de tierra ignota que es Extremadura.
Por otro lado, el autor de este blog tiene entre sus grupos de cabecera al cuarteto castúo liderado por Roberto Iniesta, Extremoduro.
De entre los cientos de citas gloriosas que, fruto de la ingesta masiva de drogas, salieron de la pluma del extremeño hay una que por ser verdad universal bien se merece ser el título de una entrada.
Y es que, se ponga como se ponga quien se ponga, un buitre no come alpiste.
Hablemos de calidad. Y, si me lo permiten, hasta de arte.
Hay cosas que me resultan muy curiosas.
Por ejemplo que desde que publiqué la primera entrada en luz10 este planeta en el que vivimos ha dado trescientas sesenta y cinco vueltas respecto a su eje y, pásmense, hemos recorrido todos juntos novecientos treinta millones de kilómetros dando una vuelta alrededor del Sol a unos ciento ocho mil kilómetros por hora.
El pasado cuatro de Septiembre nos dejaba Giovanni, «Nani» Pinarello. El Señor Pinarello.
Ha muerto a la nada desdeñable edad de 92 años así que tampoco es cuestión de montar un dramón. Más bien es cuestión de realizar un pequeño homenaje a un hombre que construyó algunas de las más bellas bicicletas, cuando las bicicletas eran hermosas.
Aquí me tienen, metido en una lata alada con varias toneladas de queroseno debajo del culo a 7.648 km de Roma (donde si todo va bien haremos escala antes de ir definitivamente a Madrid), a 9.710 m de altitud sobre algún punto de Asia y propulsado a la nada despreciable velocidad de 948 km/h. Temperatura exterior, -52ºC. Esto es: estoy alejándome como alma que lleva el diablo de la Terminal 1 de Narita… Aunque a punto he estado de quedarme en tierra, pero esa es una historia que me reservo para contarla una noche de jueves en el rincón habitual, con la compañía adecuada y con una cerveza en la mano, que, por cierto, casi seguro no será Sapporo, Kirin ni Asahi.
Si. Hoy toca post japonés.
A veces, sin saber muy bien porqué, de repente, a uno se le enciende la bombilla. Llega entonces el momento de ponerse a escribir, que para eso se tiene un blog de fama internacional.
Verán, un amigo ha publicado en facebook el enlace a un artículo. Paralelamente le estaba yo dando vueltas a un tema -para variar- y una cosa junto a la otra me hizo recordar una ciberconversación -aunque soy más del gusto de las conversaciones de barra de bar- que terminó con el mágico título de esta entrada. Mágico porque me hizo pensar. No crean que eso sucede a diario.
Hoy voy a hablarles de la belleza.
Dicen que da igual de qué color esté pintada una Ducati. Una Ducati siempre es roja.
Hace ya unos cuantos años que el autor de este modestísimo blog se quedó embobado viendo pasar una moto negra mate que bramaba como las trompetas de Jericó y pasaba fugazmente junto a la Pirámide de Testaccio perdiéndose en el Viale Aventino dirección Circo Massimo. Ese día me enamoré de la Ducati Monster -diseñada por Miguel Ángel Galluzzi– en particular y de las motos italianas en general.
Ha muerto Massimo Tamburini. El padre de las más hermosas de estas criaturas. Y este blog ya va, definitivamente, a la deriva.
Los caminos del Señor son inexcrutables.
Si, vale, pero más inexcrutable es lo que a mi me lleva a escribir un post. Curiosidades de la vida.
Verán, he de confesarles que el primer libro de verdad que leí de manera voluntaria cuando era un inocente infante fue La Máquina de Follar de Charles Bukowski. Antes había sido obligado en el colegio a leer cosas como Alicia en el País de las Maravillas, Las Leyendas de Bécquer , El Lazarillo de Tormes, Os vellos non deben namorarse de Castelao o el Follas Novas de Rosalía. Que están muy bien, pero en ellos no sale Chinaski.
Se dice que fue Filípides, el corredor, el primero que usó esta expresión al anunciar la victoria de Maratón a los arcontes que estaban sentados y preocupados por el final de la batalla: ¡Alegraos, vencemos! Y al decir esto, murió, exhalando su último suspiro junto con la noticia y el saludo.
Luciano de Samósata. Contador de gestas.
Les voy a decir una cosa: a mí no me gusta correr. Hoy he corrido mi primera Maratón. Así soy yo.