Les voy a contar una cosa. Desde hace años tengo la costumbre de dormir casi a diario. Reconozco que desde el lejano 1994, año en el que me matriculé en la bizarra e indómita Escuela de Arquitectura de Valladolid, las horas que le he dedicado a este vicio han sido muchas menos de las que se suponen mínimas para mantener un estado mental sin grandes alteraciones irreversibles.
A pesar de todo, en ocasiones, al terminar el día, pienso en dormir; tal vez soñar.
Y sueño.