tripas (memories vi)

¿Puede un Hamster escribir con las tripas?

A mediados de los 80 yo vivía en La Coruña y contaba con casi una década de vida. A los padres de los niños que habitaban el 13-D por algún motivo se les ocurrió que era una magnífica idea comprar un hamster macho y una hamster hembra y dejarlos juntos a ver qué hacían.

Hacían hamstercitos.

Los hamsters originales y su primera prole vivían en una jaula que rápidamente se quedó pequeña por lo que fueron acomodados en una segunda jaula mayor. La particularidad de estos roedores es que si siguen estando machos y hembras juntos siguen haciendo más y más hamstercitos y a pesar que algunos de ellos son devorados por sus padres o por sus tíos, el número aumenta de manera exponencial, como si de una infección vírica descontrolada se tratase.

Así que los del 13D, viendo el percal, no se anduvieron con chiquitas y construyeron un terrario en el balcón. El clima amable de La Coruña permitía que los ratoncitos vivieran, fornicaran, se devorasen y se reprodujesen sin solución de continuidad en un microecosistema ideal para ellos.

El terrario estaba delimitado por un tablón que impedía que los hamsters lo escalasen y pudieran expandirse y, obviamente, dominar el mundo. Sólo algunos, los más intrépidos y atléticos, conseguían remontar el infranqueable muro y saltar al otro lado. Desde mi balcón podía ver parte de todo aquello. El destino habitual de los hamsters exploradores era que descubrían el hueco en la base del parapeto del balcón. Era un parapeto de pavés de vidrio apoyado en un pequeño zócalo de hormigón de unos 15 cm de altura y en este zócalo había una apertura por si la lavadora o la pila de lavado perdían agua que ésta se fuese fuera del balcón por la vía rápida.

La secuencia habitual era ver una inquieta y curiosa cabecita adorable que con sus orejitas de papel se asomaba al abismo de cuarenta metros que la separaba del suelo. Miraban por un instante la inmensidad de la ciudad a sus pies y, asomados a esta ventana al mundo, creyendo volar, saltaban cual lemming.

Unos interminables segundos moviendo frenéticamente sus patitas en silencio, un golpe sordo contra la plataforma. ¡Pluf!, un hamster menos. Selección natural, creo.

De alguna manera uno de esos animales acabó en mis manos. Era un precioso cricetinae de color pardo con las orejas grises. Sus ojos, dos pequeñas bolitas azabache que me observaban inquietos. Unos largos bigotones salían de su rosado hociquillo y unos inmensos dientes amarillentos se dedicaban a roer todo cuanto caía cerca.

Por supuesto era graciosísimo ver cómo se metía comida en la boca hinchando sus mofletes hasta alcanzar un volumen absurdo. O cómo jugaba y se aseaba con esas manitas. O el disparatado volumen escrotal que explicaba su inmensa capacidad de reproducción.

Mi hamster se llamaba Pepe.

Pepe vivió mucho más del doble de lo que debería haber vivido, así que me acompañó durante largos años.

Solía llevarlo en el bolsillo de aquella cazadora verde y beige -¿o era verde y gris?-. Un día tuve que ir al supermercado -el Claudio- y Pepe viajaba en el bolsillo. A una cajera le pareció que debía tener pinta de vago y maleante, pequeño raterillo o golfo apandador así que cuando fui a pagar me preguntó airada — Un momento, rapaz, ¿qué llevas en el bolso?

— Nada — repliqué, quizás titubeante.

—¿Nada? YA SÉ YO QUÉ ES NADA, a ver, abre ahora mismo el bolsillo.

Lo abrí.

Un pañuelo moqueado que una vez fue blanco era todo cuanto se veía. Estaba a salvo. Esa vez no había hecho nada. Respiré aliviado.

Pero de repente ¡BAM! Pepe asomó su cabeza tras el pañuelo. Miró a la cajera y meneó sus bigotes. La cajera pegó un grito y salió disparada a la otra punta del supermercado veloz pero en una torpe y poco atlética carrera. Me hizo gracia la situación.

Si esa mujer no hubiera sido tan entrometida nada de eso hubiera pasado. Además, Pepe era inofensivo. Su mayor crimen eran las pequeñas y resecas cagaditas que dejaba por doquier. Regresó bajo el moqueado pañuelo y yo a casa.

Dentro de las limitaciones que supone ser un Hamster Pepe era un compañero magnífico. Hacía una especie de túnel con la mano y Pepe lo atravesaba mientras ponía la otra mano a continuación repitiendo el proceso. Nunca se cansaba de recorrer ese túnel eterno e infinito.

Tampoco de roer los barrotes de su jaula de 2 pisos. Sin éxito. O de correr y correr y correr en esa infernal rueda que nunca dejaba de girar.

Pepe me acompañaba cuando bajaba a la calle a jugar, a comprar o a la reunión que mi profesora, Amalia, quiso tener con mis padres en el extraño curso que fue 7º de EGB. Me acompañaba a Verdes. Me acompañaba a Salamanca. Me acompañaba cuando le dejaba corretear por el césped e, incluso, sobrevivió a que mi hermana le pisase -involuntariamente- en uno de esos paseos. Me acompañaba. Y comía pipas.

Pero Pepe no podía escribir con las tripas.

No podía expresar su mundo interior y quizás a nadie le interesase. A mí sí. No podía dar rienda suelta a ese mundo y dejar que las palabras saliesen sin filtros y sin solución de continuidad. No podía desahogarse y exponerse. No podía dejar constancia de sus vivencias ni tratar de que los recuerdos no se esfumasen. Quizás por eso escribo de vez en cuando por aquí. Por eso hoy, en el cuarto día de una cuarentena que nos obliga a confinarnos en casa en medio de una pandemia se lo cuento a todos ustedes, porque probablemente no le interesará a nadie, pero Pepe se lo merecía.

Y sin fotos, porque la vida es así de dura a veces.

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Seguiremos al pie del cañón. Ocultos en las sombras, que es donde nos sentimos cómodos.

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Me recuerdan por vía materna que una de las primeras acciones de Pepiño dos Queixos fue, en un descuido, comerse un jersey que mi madre estaba tejiendo. Los hamsters buscan algodón y otro tipo de fibras para construir su nido y aquel jersey era una cantera inagotable. Lamentablemente la lana no se acababa nunca por lo que engulló y engulló y engulló una cantidad ingente que mi madre hubo de extraerle con unas pinzas quirúrgicas. Cosas de hamsters.

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Una entrada escrita por su fiel y seguro servidor ©pedro iván ramos martín hace tiempo y guardada hasta hoy. Porque hoy puede ser un buen día para recordar a Pepe, mi hamster.

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