Generalísimo Franco

Geneeeeee-ra-lí-simo

Geneeeeee-ra-lí-simo

Geneeeeee-ra-lí-simo

(…)

Así gritaba enfervorecida y entre palmas una multitud entusiasmada de niños, hombres y mujeres en La Coruña de mediados de los 80. Lo hacían una y otra vez mientras unos niños se enfrentaban a otros niños en un juego donde se disputaba una pelota.

Generalísimo Franco, evidentemente, era el nombre de mi colegio.

Como ya les he comentado alguna vez, los Ochenta fueron una época especialmente convulsa y posiblemente estrafalaria a la par que fundamental en mi desarrollo vital que pasé en la única ciudad a la que tengo un afecto real y nostálgico.

En el muy coruñés Polígono de Elviña ser niño no fue ni fácil ni difícil sino todo lo contrario. Se arreaba con lo que había y se disfrutaba de una infancia inimaginable a día de hoy. No fue aséptico, no fue anodino, ni banal. No lo cambiaría por -casi- nada.

Jugábamos en la calle, nos metíamos en obras apuntaladas con troncos de eucalípto –robando alguno de ellos– y paseábamos por solares en los que no era raro encontrar jeringuillas. De vez en cuando liábamos alguna trastada y de cuando en vez los jichos le robaban la bici a algún conocido.

Y llovía, claro. Y llovía mucho. Y en los solares se hacían charcos y yo tenía una natural tendencia a meterme en ellos. Recuerdo nítidamente esos grises y plomizos días de lluvia en los que iba al colegio andando. Sin capucha, nunca. Ni paraguas, jamás. Mojándome por el mero placer de hacerlo. Calándome hasta el tuétano con esa perenne lluvia que tanto he acabado echando de menos. De alguna manera siempre he sido un tanto rarito para según qué cosas -casi todas, a quién quiero engañar-. Me gusta mojarme en la lluvia y que el verde combine con el gris, aunque siempre vaya de negro.

Mi colegio, como decía, se llamaba Generalísimo Franco. Era el más alejado del edificio en el que vivía de los tres colegios alineados que había por aquel entonces así que apenas íbamos a él 5 niños de mi edificio. Un edificio que bullía vida infantil y entusiasmo.

Al Generalísimo Franco se entraba con la música. Cuando la muñeira empezaba a sonar inundando las inmediaciones era hora de apretar el culo si no se había llegado aún al patio y acabar de subir por la escalinata gris rematada con un redondo del 16 en la arista de los peldaños.

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Esos escalones…

Era un colegio público, gris y desvencijado. El conserje era un hombre rudo, encorvado, compacto, hosco, sin cuello. Puede que se llamase Andrés, ya no lo recuerdo. Simplemente era El Conserje, se sentaba en la mesa del conserje y vivía en el propio colegio, en la casa del conserje. Con toda seguridad, una infravivienda. Me pregunto qué habrá sido de ese hombre.

Al colegio llegaban varios autobuses escolares. Me llamaba la atención eso de ir en un autobús a clase. Yo siempre iba andando aunque alguna vez fui en el 600 del padre de MariMar, la del 5º. El interior de aquellos autobuses era lo más parecido al infierno de Dante que podía haber en el Oeste Europeo. Al abrir las puertas se oía a una ensordecedora horda de niños locos que cantaba «Taibo no, Taibo sí, Taibo travestí«. Taibo era el conductor del autobús. A veces salía con un cilindro metálico en la mano y lo blandía gritando a algún crío «¡Has probá-lo meu furanhallo!«. El Furanjallo era el cilindro metálico y amenazante de Taibo con el que cada día de su vida soñaba abrir en canal la cabeza de alguno de esos pequeños terroristas salvajes de Eirís. Taibo siempre me pareció un ser desdichado.

Generalisimo franco © pedro ivan ramos martin luz10.com

En ese rincón se jugaba a furones

Primero y segundo de EGB se cursaban en un pequeño edificio separado de lo que propiamente era el colegio, en la parte baja del patio. Allí, de alguna manera, me sentía especialmente torpe. Era una sensación extraña y permanente. Recuerdo tener un estuche con una cremallera y algún motivo infantil. Con unos cuantos lápices de colores, un lapicero, un bolígrafo, una goma de borrar y un goniómetro, que es una cosa muy útil para un niño de 5 años. Recuerdo ver con envidia cómo otros niños hacían cosas que yo era incapaz de hacer. Creo recordar que la profesora se llamaba Rosa, en cualquier caso, así la llamaré.

Y ahí aprendí a leer y a escribir

Rosa sentaba a los más listos delante y les dejaba escribir con bolígrafo, a los más tontos detrás y nos obligaba a escribir, humillados, con lápiz para establecer claramente cual era el sitio de cada cual en la clase. Cuanto más tonto era el alumno más atrás se sentaba hasta crear un mapa degradado de estulticia infantil. Me veía rodeado de gente mejor que yo y me imaginaba para siempre en el vagón de cola de la vida.

De alguna manera acabé escribiendo con bolígrafo en los estertores de Segundo de EGB.

Generalisimo franco © pedro ivan ramos martin luz10.com

En ese patio pasaron cosas que no ceerían

Tercero fue un curso extraño. Había 4 clases infestadas de niños y era cuando se cambiaba de edificio. Mi clase era Tercero C y mi profesora se llamaba Dina, que sustituía a la profesora titular con la que deberíamos haber estado tres años, de Tercero a Quinto y a la que conoceríamos el curso siguiente. Ella debía ser apenas una cría recién salida de Magisterio, pero para nosotros era una señora, señorita, más bien. Pelo rubiáceo y rizado, cara afable, guapa y la imagino con una diadema. Recuerdo que fue quien me trató bien por primera vez en mi vida académica. Supongo que eso fue un punto de inflexión y empecé a valorar la posibilidad de no ser un completo mequetrefe y que quizás no era el más torpe de todos. A veces un pequeño empujón en la dirección adecuada puede hacer que uno no caiga al abismo.

Generalisimo franco © pedro ivan ramos martin luz10.com

En Tercero se cambiaba de edificio

Interludio:

Entre segundo y tercero de EGB pasó algo excepcional: me hice amigo de mi mejor amigo y nada volvió a ser como antes. Nunca comprendí cómo alguien brillante podía elegir pasar tiempo conmigo en lugar de hacerlo con cualquier otro ser humano. Es un hecho que siempre me ha fascinado pero que nunca he comprendido. Por alguna razón a lo largo de la vida he ido conociendo a un pequeñísimo puñado de seres excepcionales que en lugar de repudiarme me han acogido. Son mis amigos. Son muy pocos. Son seres humanos magníficos. Pero nunca se lo he dicho, claro. No sé hacer ese tipo de cosas, posiblemente por eso escribo por aquí.

Con más de cuatro décadas a las espaldas es algo que sigo sin saber procesar: ¿por qué me soportan e, incluso, aprecian? ¿no se dan cuenta de que no soy más que una estúpida carga con poco que aportar? Seguramente nunca lograré comprender la mente humana ni los mecanismos que relacionan a unas personas con otras. Desde los albores de Luz10 siempre he pensado en escribir sobre ello.

El haber perdido todo contacto con esta persona a la que, para bien o para mal, le debo una enorme parte de ser como soy es una de esas cosas que pasan y que, al final, suponen heridas que no se cierran. Seguramente fue por esa torpeza mía para casi todo.

Seguimos.

En el colegio nuestra profesora de 4º y 5º de EGB, Mercedes, tenía una hermana que era subnormal [sic.] y en varias ocasiones la llevó a clase y a nosotros, con nuestra infantil mirada, primero nos sorprendió mucho y luego nos pareció muy normal. Porque en aquella época no se tenía síndrome de Down, se era subnormal, ya ven. También nos ponían inyecciones en el salón de actos a decenas de niños con la misma aguja pasada por un mechero de alcohol entre criatura y criatura. Recuerdo a Mercedes como una señorona grande, morena, de pelo corto y mofletes sonrosados que destacaban en una tez blanquecina. Tenía un Seat Panda, pero un día se compró un BMW.

Generalisimo franco © pedro ivan ramos martin luz10.com

Las escaleras siguen exactamente igual que entonces

En Sexto, Séptimo y Octavo la cosa se ponía seria. Ya teníamos varios profesores que cambiaban con cada asignatura y las clases estaban en la parte más alta del edificio. Don Emilio, el de matemáticas, era un hombre de pelo que comenzaba a canear, gafas ahumadas, flequillo y que tenía la capacidad de dar sonoros golpes con el nudillo en la mesa para hacernos callar, le llamábamos El Emilio y/o el Negrero. Doña Julia, una esperpéntica y, a nuestro parecer, muy fanática señora daba religión e inglés con un abultadísimo pelo cardado  y era La Julia, capaz, según ella, de encontrar una plaza de aparcamiento en Ferrol simplemente con, pásmense, rezar un algo a las almas del purgatorio. Doña Maria Luisa daba Gallego y en sus clases yo acostumbraba a dibujar, cosa gravísima que la ponía muy nerviosa y en las notas apuntaba que tenía una actitud pasiva. Por decoro no pondré el mote de Doña María Luisa, una mujer pequeña, de pelo negro, corto y ensortijado con una permanente actitud airada y el ceño fruncido. Don Roca nos daba sociales y gimnasia en modo marine y criminal, siendo muy galleguista él. Amalia simplemente era Amalia, venía a ser la profe enrollada y se metía en todos los fregados. Nos daba naturales y lengua y, en un curso, inglés. Fue mi tutora y una vez que quiso hablar con mis padres yo llevaba un ratón en el bolsillo. Una gran mujer. Odiaba mi letra porque decía que era asesina lo que hizo que nunca me pusiese un sobresaliente en lengua, como me pasaba en gallego debido a mi actitud.

Generalisimo franco © pedro ivan ramos martin luz10.com

Por aquí se accedía a un mondo bizarro

Pero yo no podía cambiar mi letra. Ni mi actitud.

Quizás esa actitud mía en las clases que pasaba dibujando junto a mi letra fea y puntiaguda y demente, así como sus consecuencias, sean un buen resumen vital de muchas cosas.

Durante ocho años fui a ese colegio. Mi mejor amigo me llamaba  enano gordo y en unos meses se cumplirán 30 años desde que lo hizo por última vez. Me gusta pensar que de una forma u otra, de alguna manera, ha seguido acompañándome. Y yo que lo agradezco, porque lo ha hecho.

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Entre el curso 1981-1982 y el 1989-1990 servidor de ustedes vivió momentos memorables. Es posible que poco a poco los vaya recordando.

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En 1988 el Generalísimo Franco pasó a llamarse Ramón Otero Pedraio. El muy marinero logo del centro que consistía en un barquito conformado por la F a modo de quilla y la G a modo de vela en un alarde del diseño gráfico sin parangón se esfumó para siempre. También los cánticos neofalangistas. Yo esperaba que para siempre, pero…

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En música también me negaba a tocar la flauta, lo que me condenaba, irremediablemente, al notable en estas tres asignaturas.

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Me fui para siempre de La Coruña al acabar Octavo de EGB, en el verano de 1990, y tardé 10 años en volver. Casi 20 años después de ese 1990 Visité El Gene y ya no era un colegio sino un instituto. Y se habían hecho reformas y cubierto una pista polideportiva donde jamás marqué un gol y se había pintado y ya no tenía uralita sino una cubierta de chapa azul y se habían plantado árboles y parecía todo un poco distinto. Hace unos meses, una vez transcurrió otra década, volví a volver. Esta vez con un hijo de la mano y fue una extraña y ligeramente distópica sensación la que recorrió mi espinazo.

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Un día les hablaré de la valla del Generalísimo y de los insólitos acontecimientos que en y a través de ella sucedieron.

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Como siempre, una entrada a calzón quitado y, quizás, contando demasiadas interioridades de su siempre seguro y fiel servidor: © pedro iván ramos martín. Pueden compartirla para que llegue allende la meseta y toque el Atlántico y más allá. Si usan las fotos, cosa que me extrañaría, citen autor y procedencia, no me sean cafres.

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Si te dicen que caí…

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Bonus track:

 

One thought on “Generalísimo Franco

  1. Genial.
    Espero que un día de locura nos abras tu corazón y nos digas el mote de doña María Luisa. La intriga y un poquito de morbo me persigue…

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